Pepe Lozano, consiliario diocesano de la HOAC
DOMINGO DE PASCUA
- 8 de abril de 2012 -
Démonos cuenta de que hoy, para los cristianos, es el día más grande de
todo el año, es la Fiesta de las fiestas; el día en el que Jesús ha vencido la
muerte y ha resucitado, abriendo la posibilidad de que nosotros, la humanidad
entera y el mundo en que vivimos, también participemos de la vida nueva de la
resurrección. Jesús, con su resurrección, responde a todos los interrogantes de
la humanidad. Proclamamos que Jesús está vivo y que nos acompaña en nuestra
vida. Se dice normalmente que, en este mundo, todo tiene remedio menos la
muerte… Para los cristianos, la muerte, no sólo
tiene remedio, sino que es el comienzo de una vida totalmente nueva.
Para los cristianos, la humanidad entera está llamada a la resurrección. Era
muy difícil, para los apóstoles y para todas las personas que contemplaron la
pasión y muerte de Jesús, pensar que,
toda aquella tragedia, iba a acabar en
la victoria más grande. La misma pasión y muerte de Jesús, ya era una gran
victoria, porque era la manifestación de amor más grande que se ha conocido en
la historia. Pero ese triunfo se manifiesta, hoy, en la mañana de Pascua.
En la primera lectura, Hechos 10, 34. 37-43, Pedro da testimonio, con
firmeza, de la resurrección de Jesús, y del encargo que ha recibido, él y todos
los que han convivido con Jesús, de anunciar esta Gran Noticia, de la
resurrección, de la victoria sobre la muerte, el peor enemigo de la humanidad.
Efectivamente, a Jesús lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo
resucitó al tercer día, y ha comido y bebido con aquellos que creyeron en él.
Había que estar muy seguro de la resurrección para anunciar este
acontecimiento, cuando en aquella sociedad, peligraba la vida de los que se
manifestaban partidarios y seguidores de aquel, que habían ajusticiado. Algo
así como comprometerse en la acción por la democracia en un país donde manda un
dictador tirano y violento. Nosotros recordamos a todos los discípulos de Jesús
como las personas, que han vivido la resurrección y que han dado su vida por
anunciar la resurrección de Jesús, porque estaban convencidos de que ellos iban a
experimentar la resurrección de su maestro.
En el salmo 117, que rezamos después de esta lectura, cantamos con
fuerza: “Este es el día en actuó el señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.
Es un canto a las maravillas que Dios ha obrado liberando a su pueblo y, sobe
todo, resucitando a Jesús, a quien habían condenado y ejecutado, y
haciéndolo centro y eje de la humanidad
y de la historia. Igual que a Jesús, a los que el mundo pone en el último
lugar, Dios los coloca en el puesto más alto.
En la segunda lectura, Colosenses 3,1-4, Pablo, suponiendo que los
cristianos se dan cuenta de que el Bautismo es morir y resucitar con Cristo,
invita a todos los miembros de la comunidad cristiana de la ciudad de Colosas
(invita a toda la Iglesia), a ser consecuentes con su Bautismo. “Si habéis
resucitado, con Cristo, buscad los bienes de arriba” (los bienes que valen la
pena, los auténticos valores, el amor gratuito y para siempre). Hoy es el día
de nuestro Bautismo, hoy renovamos nuestro Bautismo.
Después de morir Jesús, lo que hizo no fue “revivir”, es decir, volver
a la vida que antes había tenido, sino comenzar a vivir una vida totalmente
nueva, una vida liberada de todas las limitaciones, necesidades y peligros que
tiene cualquier vida humana. Una vida totalmente libre para el amor y la
felicidad.
Esta es la vida de Dios, y a esta vida está llamada la persona que cree
en Jesucristo, porque la ha recibido en el Bautismo, por la fe y la unión en aquel
que ha muerto y ha resucitado.
Esto quiere decir que resucitar es dejar a un lado el egoísmo y todo lo
que nos encierra en nosotros, y ofrecer a todos el amor más gratuito y
desinteresado a todas las personas que nos encontremos. El que no ama está
muerto. Vive el/la que ama de verdad.
El Evangelio, Juan 20,1-9, nos cuenta la visita de María Magdalena a la
tumba de Jesús y su sorpresa al ver que la losa que cerraba el sepulcro estaba
quitada; y su visita a Pedro y al otro discípulo, para decirles que algo raro
había ocurrido, que, al parecer, se habían llevado del sepulcro al Señor.
Después de escuchar a María, salieron a toda prisa, Pedro y el otro discípulo,
hacia el sepulcro. Y vieron el sepulcro
vacío, con las vendas y el sudario por el suelo. Entraron, vieron (no vieron
nada, sólo el sepulcro vacío) y creyeron, pues hasta entonces no habían
entendido la Escritura que dice: “que él había de resucitar de entre los muertos”.
La fe no es ver, es ir más allá de lo que se ve y se toca, es interpretar la
realidad, a partir de la Palabra de Dios, es ver el mundo con los ojos de Dios.
Desde aquel momento, Pedro y el otro discípulo comenzaron a entender
las Escrituras, y también comenzaron a ver la vida, de otra manera, a partir de
la Palabra de Dios, que anunciaba que la vida va más allá de la muerte, que no
está encerrada en los límites de lo que se ve, se toca, o se calcula por la
razón humana, (sin despreciar, en absoluto, la razón humana).
Pero además, aquellas personas que vieron el sepulcro vacío, comenzaron
a ver más cosas: Que el amor no había sido vencido por el odio, que el plan de
Dios no había fracasado por el poder y los intereses de aquellos que habían
muerto a Jesús, que había sido, precisamente todo lo contrario. El aparente
fracaso de la muerte de Jesús, había resultado la salvación de todos, y era el
comienzo de una vida sin límites para todos, incluidos los que le habían dado
muerte, si eran capaces de abrirse y creer en él.
Los testigos de la resurrección estaban convencidos de que, todo lo
ocurrido, no era fruto de la fuerza humana, sino del amor y de la fuerza de
Dios. Lo que es imposible para las personas (después de poner de su parte todo
lo que puedan y sepan), es posible para Dios.
Creer en la resurrección, no es sólo creer que Jesús ha salido
victorioso del sepulcro, es igualmente creer que, todas las manifestaciones de
muerte que existen en este mundo, pueden convertirse en vida, que el paro, la
guerra, el hambre, la corrupción y todo lo que esclaviza y destruye la vida
humana, puede desaparecer y que la humanidad puede y debe tener un futuro feliz,
que otro mundo es posible. Los cristianos no creemos en la muerte, no nos
aferramos ni nos encerramos en la muerte, en lo negativo, sino que creemos en
la resurrección. Nuestra postura ante la muerte, y ante todos los signos y
manifestaciones de la muerte, no es la depresión, o la violencia, o la
sumisión, o la aceptación resignada, sino la esperanza, aunque muchas veces
esta esperanza se tenga que vestir de paciencia.
Creemos, con todas nuestras fuerzas, en nuestra propia resurrección y
en la resurrección del mundo, no sólo en el más allá, sino en una resurrección
que comienza ya aquí y ahora, en la vivencia del amor gratuito y desinteresado,
que lo da todo para vivir la vida nueva y para hacerla posible en todas las
relaciones y circunstancias de la personas y pueblos en este mundo.
También pensamos que no hay resurrección sin muerte, es decir, sin
sacrificio; sin morir a una vida, a un estilo de vida, para vivir otra. Y
cuando hablamos de resurrección no nos referimos al bienestar, y a la
autoestima, a la visión positiva de la vida. Todas estas cosas son muy
interesantes y muy buenas, y nos pueden ayudar. Pero la vida nueva de la
resurrección es otra cosa. No es fruto de nuestro esfuerzo, que no hemos de
olvidar, sino un don de Dios. Por eso, junto con los apóstoles y con todos los
verdaderos creyentes, para vivir la experiencia de la resurrección, nos tenemos
que abrir a la Palabra de Dios y a la vivencia de la fe, como hemos visto en
las lecturas que hemos proclamado este domingo.
Proclamemos, sobre todo con nuestra vida, que Jesús ha resucitado; y
que, el mundo, también ha resucitado con él, aunque los poderes de este mundo
se empreñen en mantenerlo muerto.
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