"Ignorar a los pobres es despreciar a Dios" Francisco

miércoles, 14 de abril de 2010

LO IMPREVISIBLE (de Dolores Aleixandre RSCJ)

Leo que un político colecciona en una libreta frases tópicas de las que aparecen en los periódicos: necesidad imperiosa, lujo asiático, recuerdo imperecedero, cese fulminante, defensa numantina, escote generoso… Me parece buena idea y a todos se nos estarán ocurriendo otras muchas como pertinaz sequía, espectáculo dantesco o unánime repulsa. También se podrían coleccionar gestos tópicos y esperables: ahora Nadal morderá la copa que acaba de ganar, ahora los jugadores se subirán unos encima de otros porque su equipo ha marcado un gol, ahora el recién nombrado obispo declarará que no se lo esperaba y que se siente completamente indigno.

La liturgia católica también dispone de fórmulas a las que se responde de manera casi mecánica: a Dios se le invoca casi siempre como “todopoderoso y eterno”, casi todas las oraciones acaban con un “por los siglos de los siglos” y al oír: “el Señor esté con vosotros” contestamos sin vacilar: “y con tu espíritu”. Y está bien, y resulta hasta descansado que sea así porque no vamos a estar inventándolo todo cada vez.

El peligro está en sacar de ahí la conclusión de que todo lo del Evangelio es así de estereotipado y leamos las cosas que pasan en él como previsibles, normales y despojadas de su potencial de sorpresa porque les hemos redondeado las aristas y limado las puntas, como hacen los ganaderos con las astas de los toros.

A partir de ahí, las palabras, reacciones o gestos de Jesús, en su momento insólitos y desconcertantes, nos resultan ahora acostumbrados y predecibles y los archivamos ordenadamente en una carpeta de nuestro imaginario que volveremos a abrir al llegar de nuevo el tiempo litúrgico correspondiente.

Reaparecen entonces mansa y convenientemente domesticados, incapaces ya de amenazar nuestra tranquila seguridad ni de alborotarnos el asombro: Jesús ya no nace en una cuadra sino en el “portal de Belén” con su buey y su mulita; la jofaina con agua sucia que acarreó aquella noche se difumina frente a la artística jarra que usa el celebrante en los oficios; la escena desgarrada del Calvario es ahora un colgante chapado en oro en el escaparate de una joyería. Y como se muere pero en seguida resucita, yo no sé tú, pero yo me voy a la playa, que dicen que este año va a hacer bueno.

Nada de lo suyo había sido previsible: perder sus mejores años haciendo chapuzas en una aldea, rodearse luego de una cuadrilla de incompetentes, decir que el que pierde gana, elegir una bicicleta (o un burro que viene a ser lo mismo) en vez de en un coche oficial blindado, quedarse con los suyos partiendo el pan cuando aún estaba a tiempo de huir, dejarse arrastrar por las calles como un delincuente, aguantar en silencio hasta el final.

No es de extrañar que los que pasaban ante su cruz menearan la cabeza y comentaran:

“Hay que ver qué final tan desastroso el de este pobre chico. Se estaba viendo venir y es que lo que mal empieza, mal acaba. Mira a dónde ha ido a parar tanto ocuparse de otros, tanta utopía y tanta solidaridad, y ese ajetreo de vida de acá para allá, que parecía un feriante. Y tanta matraca con lo de Dios y lo del Reino y con lo de mirar los pájaros y los lirios…; toma ahora Reino y pájaros y lirios, y a ver dónde está ese Padre del que tanto se fiaba. Más le hubiera valido pensar un poco en sí mismo, comprarse un piso, formar una familia y poner un negocio que le asegurara el futuro. Ahí le tenéis desnudo, que no le ha quedado ni la túnica y lo único que es capaz de dejar es su último aliento, menuda herencia…”

Pues sí, precisamente esa es la herencia que nos deja. Él ya sabía de nuestra torpe memoria, de nuestra habilidad para acostumbrarnos a su Evangelio, para desactivar su memoria peligrosa. Por eso nos envía su Espíritu, para crear en nuestras vidas en las que todo está previsto y acomodado, alarma, estupor, conmoción y sobresalto. Un espíritu que desata miedos y suscita audacias, sacude desánimos y provoca una loca esperanza. Sus cómos no son previsibles, pero ahí está la gracia: en creer que puede renovar la faz de la tierra.

ALANDAR – 2010

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