"Ignorar a los pobres es despreciar a Dios" Francisco

jueves, 14 de octubre de 2010

Critica la miseria, no al mendigo

Carmen Moran

En España malviven 30.000 'sin techo' - Muchos vecinos los rechazan - Los expertos piden medidas sociales, no sanciones.

La pobreza extrema tiene el rostro más visible de todas las situaciones de necesidad. Son esas personas sucias, desdentadas y malolientes que se tambalean por la calle, víctimas del alcohol o las drogas, hasta que caen dormidos bajo unos cartones. Y muchas veces, justo, en las zonas más céntricas y turísticas de las ciudades, provocando el rechazo de los vecinos y visitantes. El número de personas que han bajado hasta ese escalón de la miseria se cifra en unos 30.000 en toda España, los mismos que el año pasado y que el anterior, porque estos son hijos de otras crisis. Ya llegarán los de esta si no se pone remedio. Y normalmente los Ayuntamientos optan por la solución más fácil: manguerazo en las zonas de descanso callejero, soportales vallados, bancos públicos sin respaldo, cajeros al aire libre. "Confunden la lucha contra la pobreza con la lucha contra los pobres. Con eso solo consiguen un efecto óptico, ya no se les verá aquí, pero aparecerán en otro sitio", dice Pedro Cabrera, sociólogo, profesor de la Universidad Pontificia de Comillas.

¿Es un delito vivir y dormir en la calle? No. ¿Son un problema de orden público? "En absoluto. ¿Lo son la gente que sale del partido de fútbol y genera un atasco? No. Si fuera un problema de orden público sería fácilmente resoluble: se hace una ley antivagos y maleantes o de peligrosidad social, como las que hubo en tiempos y ya está", dice Darío Pérez, jefe del Departamento del Samur Social en el Ayuntamiento de Madrid. Ahora bien, Pérez sabe que "los hábitos de estas personas vienen acompañados, en ocasiones, de falta de higiene y eso genera un impacto, pero es un impacto social y como tal hay que afrontarlo, con medidas sociales".


En España hay más de dos millones de casas vacías y unas 30.000 personas viviendo en la calle. "¿Parece sencillo, no? Pues no hay un solo municipio que tenga un plan para sacar a esta gente de la calle, con un diagnóstico, unos objetivos y unos plazos de cumplimiento", dice Pedro Cabrera. "Las personas sin hogar tienen todo el derecho a estar en la calle, pero los políticos tienen todo el deber de sacarlos de ella y devolverles su dignidad". Con el recorte del 12% que ha sufrido el presupuesto del Gobierno para estas emergencias sociales podrían costearse, por ejemplo, casi 800 plazas anuales en albergues de transeúntes.

Pero algunos no quieren abandonar su rincón, donde los vecinos, solidarios, les cuidan hasta que llega otro compañero del doble cartón, el de vino por el día y el de dormir por la noche. Entonces ya son multitud y el vecindario cambia la solidaridad por rechazo. Es el momento de los trabajadores sociales, magros equipos municipales en los que más de la mitad de sus efectivos son voluntarios. El otro gran brazo contra la pobreza lo constituyen las ONG.

La variedad de casos es casi tan amplia como las personas que viven en la calle. Cierto es que hay perfiles, mayoritariamente hombres, muchos inmigrantes sin red familiar, problemas con el alcohol y las drogas, peleas en casa o un cóctel de todo ello que un día los sacó de los márgenes sociales. Pero también hay quien quiere dejar los soportales y se enreda en una maraña burocrática. "Conocí a una mujer, víctima de la violencia machista y con algún problema mental, que vivía en el aeropuerto. Si iba a una casa de acogida para maltratadas le decían que no, que acudiera a un centro psiquiátrico, donde también le negaban el ingreso porque era víctima de violencia de género y ese no era su sitio", relata Pedro Cabrera, que ha hecho recuentos de personas sin techo en varias ciudades, uno a uno, en noches de invierno, ayudado por centenares de voluntarios.



Esta mujer se quedó en la calle sin que las Administraciones se pusieran de acuerdo. Y Cabrera también se acuerda de aquel otro que recogía chatarra y con lo que sacaba le daba para vivir y para mandar dinero a su hijo. Pero no podía ir a un albergue porque los horarios no cuadraban con su actividad: la chatarra tenía que recogerla de madrugada.

Para casos así hay centros de baja exigencia. Pocos, pero hay, como el que tiene Cáritas en Bilbao desde hace ya 10 años. "Aquí no se les exige que estén desintoxicados, aunque se les asesora y se les apoya si tienen voluntad para ello; de una a cinco de la mañana pueden entrar a tomar un café, charlar, darse una ducha o refugiarse de la lluvia que se vino encima en plena noche", detalla Carmelo Corada, portavoz del centro Hontza (Búho). Al principio, problemas con los vecinos les obligaron a cambiar de sitio; ahora no hay pegas. No es que no haya normas en estos centros, pero las condiciones son más propicias para que cada quien acomode en ellos sus circunstancias.

Para los sin techo la solución es la vivienda y el empleo, dicen los expertos. "¿De qué sirve que una persona esté desintoxicada y reinsertada si el único cobijo que tiene es la calle? De nada. Fíjese, el mayor albergue es la cárcel, porque el 5% de los que allí están vivían antes en la calle", comienza Pedro Cabrera. "Pero lo que es mucho peor es que el 10% de los internos dicen que cuando salgan no les espera más que la calle: pueden ser unas 7.000 personas, dada la población carcelaria", añade. [Los testimonios que acompañan esta información han sido recogidos por Cabrera en un estudio]

Cabrera cree, sin embargo, que los albergues tal y como eran antes y aún perduran algunos, no son el sitio más adecuado para la socialización de estas personas. "En Glasgow, por ejemplo, se fue abandonando la idea de estas grandes instituciones, con medidas de vigilancia, horarios restrictivos, por microestructuras, viviendas con apoyo y acompañamiento social. Creo que ese es el camino".

El camino que nos lleva a Barcelona. Desde 2005, la Generalitat potencia una red de viviendas sociales que dan soporte al trabajo de las ONG con los sin techo. "Ellos gestionan 850 viviendas y les damos 2.400 euros por cada casa al año. En total ya hemos invertido unos 18 millones de euros", explica Joan Batlle, uno de los responsables de este programa de la Generalitat. "Hay 117 asociaciones que trabajan con viviendas de inclusión", dice. Una de ellas es Arrels, de amplia experiencia con personas sin hogar. "En los 20 pisos tutelados que gestionamos viven unas 50 personas. El requisito es que tengan capacidad de convivencia. Ellos, con el apoyo de un trabajador familiar y tres educadores sociales, van normalizando su vida, distribuyen las tareas, limpian, recogen, a veces cocinan. Y aportan entre 150 y 200 euros de sus ingresos para que valoren el esfuerzo", cuenta un portavoz de Arrels, Ramón Noró.

No hay plazo de estancia. Algunos se hacen mayores e ingresan en residencias de ancianos o bien siguen donde estaban y reciben una prestación por su situación de dependencia. Otros se casaron y se reencontraron con la vida normalizada.

"Si acabas de aterrizar en la calle y te metes en un albergue puedes deprimirte aún más", dice Noró. "Es cierto que los albergues a veces no son la solución porque solo proporcionan estancias cortas y se necesitan procesos largos para trabajar con los sin techo, aunque cada vez hay más que tienen medias y largas estancias. Pero también hay que reconocer que muchas de estas personas que llevan años en la calle no están en condiciones de pasar directamente a una vivienda tutelada, de las que también tenemos algunas en Zaragoza", explica Gustavo García Herrero, director del albergue municipal en esa ciudad.

Este experto se inclina por un proceso paulatino, con apoyo continuado en centros de acogida antes de pasar a las viviendas. "Los centros de acogida tienen que ser diversos, flexibles, porque si aplicamos las normas tal y como son muchas personas seguirían en la calle. En estos centros, además, hay que favorecer la autonomía y proporcionar intimidad", añade.

En todo caso, las viviendas tuteladas son más baratas que las pensiones en las que se alojan y dejan enteramente su paga de inserción estas personas. Tanto, que en algunos de estos hostales adaptan el precio que cobran al mes a las subidas de las pagas mínimas de inserción que reciben los que no tienen nada.

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