En el mundo hay abiertos una treintena de conflictos armados y en todos ellos hay víctimas inocentes. Algunos, como Birmania, llevan sangrando más de medio siglo. Otros, como Darfur, hace tiempo que dejaron de salir en los periódicos; hace unos días murieron 17 personas en una escaramuza entre los rebeldes y el ejército de Sudán, y la noticia ni siquiera fue un breve. Por eso es inexacto decir que la comunidad internacional no se ha dado prisa en acordar su intervención en Libia. Al contrario: cuesta encontrar precedentes de una guerra amparada por la ONU con un consenso más rápido.
Obviamente, el aceite que engrasa el engranaje de nuestra exquisita diplomacia se llama petróleo. Hoy no habría bombardeos en Libia si este país, como tantos otros en África, sólo exportase desdichados inmigrantes. Sin embargo, este argumento es reversible. ¿Acaso los civiles que están siendo masacrados por las tropas de Gadafi se merecen el olvido internacional porque el país sea clave en el mapa energético? ¿Es justo que las potencias igualen a todas las víctimas a la baja, y que por ello apliquen a Libia el mismo desprecio que a otros lugares del planeta?
Pero más allá de estas preguntas, cuyas respuestas creo fáciles, mis dudas sobre esta guerra son otras. ¿Quién ocupará el lugar de Gadafi? ¿Será otro tirano “amigo” al que después permitiremos los mismos atropellos que tantas veces Occidente ha respaldado? ¿Quiénes son esos líderes “rebeldes” a los que Francia ya reconoce como Gobierno legítimo? ¿Por qué Libia y no Bahrein? ¿De verdad será efectiva la intervención armada o sólo provocará más sangre? Y mi principal pregunta: ¿cuál es la alternativa a no hacer nada?
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