Según el informe de la Fundación Santamaría «Jóvenes españoles 2010» la Iglesia aparecemos en último lugar entre las instituciones en las que confían los jóvenes; y sólo el 3% considera que la Iglesia decimos cosas importantes. Aunque el 53% se confiesa católico, sólo el 10,3% es prácticante y el 1,6% pertenece a una asociación religiosa. El 53% afirma que se puede creer en Dios sin la Iglesia. En este contexto nos disponemos a celebrar la JMJ.
Un acto eclesial tan importante nos debe mover a la responsabilidad de calibrar muy bien el sentido, el contenido y la finalidad de lo que pretendemos. Bien fácil es caer en la tentación de las formas, el predominio de la imagen y la ilusión del número de asistentes para tener el éxito garantizado. Pero no es éxito lo que debemos buscar, sino conversión, de ellos y nuestra.
La Iglesia somos un pueblo nuevo que tiene a Cristo por Cabeza…, como condición, la dignidad y libertad de los hijos de Dios…, por ley, el nuevo precepto de amar como el mismo Cristo nos ha amado…, por fin, el Reino de Dios… Un pueblo nuevo que es constituido por Cristo en comunión de vida, de caridad y de verdad (L.G. 9). Aunque los jóvenes están lejos de la Iglesia, valores como dignidad, libertad, amor, verdad… expresados en estos rasgos que nos definen, entroncan con sus ideales y aspiraciones más profundas. Si por coherencia todo lo que hagamos tiene que estar presidido, animado y orientado por estos rasgos que nos dan identidad, además facilita el acercamiento.
Desde estos rasgos, no sería bueno dar la imagen de un acto en el que el Papa recibe un baño de multitud de jóvenes incondicionales y enfervorizados. Más coherente sería la imagen de un Papa que junto con los jóvenes reflexionan y dialogan sobre su situación en el mundo, su alejamiento de la religión y mucho más de la Iglesia, la pobreza y la exclusión de muchos de ellos, la propuesta de vida, salvación y liberación que es Jesucristo, la necesidad que tenemos la Iglesia de que nos ayuden a convertirnos…
Tomar la segunda opción nos exige tener un ojo puesto en los asistentes y otro en los alejados, –en los que no van a estar; en los que, indignados, han llenado las plazas de nuestras ciudades y en los que ni siquiera han tenido motivos para movilizarse y permanecen en una situación de apatía, pobreza, desarraigo…, en los pobres y excluidos por este sistema porque, no olvidemos, somos pueblo nuevo en la medida que somos pobres y de los pobres– y hacerlo con la sabia pedagogía apostólica que nos enseñara Malagón: qué es lo máximo a lo que puedo renunciar para acercarme al otro, y qué es lo mínimo que debo exigirle para que acepte a Jesucristo y a su Iglesia.
Si los indignados son la parte más visible de los jóvenes, algunas manifestaciones realizadas no propician el acercamiento. Algún medio de comunicación de nuestra Iglesia ha pedido insistentemente la actuación de la policía para desalojarlos, ¿Esta es la manifestación de que tenemos por ley el amor? Y se les ha dicho que su problema es que no tienen esperanza, que les falta Jesucristo… Es posible, pero así los hacemos culpables. ¿Cómo ser un pueblo nuevo repartiendo culpas entre los demás? Si no tienen esperanza, ¿Será que se la han –hemos– quitado? Si les falta Jesucristo, ¿qué hemos hecho para evitarlo? ¿Qué dificultades les hemos creado? ¿Qué debemos hacer para que lo acojan y construyan su vida con Él y en Él?
Hemos estado en las plazas con ellos, hemos escuchado sus críticas a la Iglesia y a sus «jerarcas», a los que identifican con un poder, en el pleno sentido de la palabra, que los oprime lo mismo que el poder político o el económico. Podemos tomar sus palabras como un insulto, también podemos tomarlas como una llamada a la reflexión. Podemos descalificarlos; pero lo que se nos exige es una reacción misionera que siempre pasa por la escucha para la conversión. Nosotros les decimos que el ser humano, varón y mujer, es el camino primero y fundamental de la Iglesia. Y que Jesucristo es el camino del hombre. Pero ellos perciben que la aceptación de Jesucristo les exige la negación del hombre, porque nos interponemos la Iglesia que les quita toda libertad. La terrible paradoja que nos presentan es que para ellos Jesucristo y su Iglesia, como entidad social visible, son antagónicos.
Los jóvenes necesitan a Jesucristo y la Iglesia tenemos el deber de facilitar su respuesta libre y consciente a la llamada que Él les hace, pero el camino no puede ser otro que el mismo que Jesucristo utilizó: abajarse, hacerse uno de tantos, despojarse de su rango, hacerse esclavo hasta morir y muerte de cruz (Flp. 2, 6 y ss). Esta es la imagen que los jóvenes esperan. Si se la ofrecemos, será el camino para su conversión.
Pedimos a Dios por este gran acontecimiento desde la conciencia de que nosotros plantamos y regamos, pero sólo Él hace crecer y dar frutos.
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