"Ignorar a los pobres es despreciar a Dios" Francisco

domingo, 4 de septiembre de 2011

Laborem Exercens: la cultura del amor al prójimo

El 14 de Septiembre se cumplen 30 años de la publicación de la encíclica sobre el trabajo humano. Justo es que dediquemos nuestra reflexión a un documento tan importante como este en unos momentos en que “los mercados” siguen imponiéndonos su cultura, moral y fe.
Podemos decir que en toda la encíclica subyace un diálogo entre la antropología y el derecho de propiedad desde la óptica de la primacía del hombre (LE. 12 y capítulo III).
El hombre, todo él, es lo que debe tomarse en consideración para reflexionar sobre el sentido y finalidad de todas las actividades que realiza, entre las que destaca de manera fundamental el trabajo. Mirado así, el trabajo pertenece a la misma esencia de la naturaleza humana, es necesario para que el hombre se haga a sí mismo y constituye una dimensión esencial de su proyecto de humanización (LE. 6 y 9).
Por otra parte, la propiedad, que procede del trabajo, adquiere su legitimidad cuando sirve a la realización del hombre, varón y mujer, y la pierde cuando no lo hace. Por ello, la doctrina social de la Iglesia (DSI) siempre ha subordinado el derecho de propiedad al “destino universal de los bienes”, a la voluntad de Dios de que todos los bienes estén al servicio de todos los hombres para lograr su plena realización (LE. 14).
Destaca, por tanto, una visión antropocéntrica del trabajo y de la economía. Visión que nos permite conectar con los humanismos y con las ciencias sociales (LE. 4) y nos abre las puertas a la evangelización, pues antropología cristiana y cristología están unidas indisolublemente: Dios, por su propia voluntad y deseo, ha quedado unido a todo hombre en Jesucristo. Amar a Dios es amar al hombre, procurarle la justicia que le pertenece y ayudarle a descubrir la presencia de Dios en su vida. El trabajo tiene que ser expresión y realización de esta verdad.

La Iglesia y la HOAC como parte de ella debemos preguntarnos cómo es posible que la DSI tenga tan poca relevancia social y permanezca tan alejada del mundo del trabajo y de la economía. Posiblemente, una de las razones sea que hemos olvidado la gran fuerza personalista y personalizante que tiene, su exigencia de conversión. Es muy difícil conseguir el destino universal de los bienes del Banco Santander, pero nadie nos impide, a cada uno y a la Iglesia, aplicarlo a nuestros bienes. Lo mismo ocurre con la prioridad del trabajo sobre el capital. “Los mercados” y sus mercaderes nos están mostrando qué fácil les resulta pervertir este principio. Pero nada nos impide hacer valer esta prioridad en los puestos de trabajo que dependen de nosotros, de nuestros movimientos o de nuestra Iglesia.
Nos hemos cansado de repetir que la DSI propone principios de reflexión, criterios de juicio y orientaciones para la acción (OA, 4; SRS, 41), y nos hemos olvidado de añadir: “y exige nuestra conversión”. Esto es así porque el motor de la DSI es el amor de Dios, un amor a todo hombre con independencia de lo que él sea, piense o haga. Un amor que nos llama a sustituir el amor propio por el amor al prójimo, y que sólo Jesucristo, muerto y resucitado, hace razonable. Nosotros podemos amar así si tenemos la experiencia personal y social de ser amados tal como somos, lo que convierte a Jesucristo en una necesidad pues nos amó hasta la muerte, y nos sigue amando, sin exigirnos nada a cambio.
Frente a la cultura de “los mercados” necesitamos oponer la cultura del amor al prójimo contenida en la DSI y muy remarcadamente en la Laborem Exercens. Sin conversión personal no puede haber cambio de las estructuras.

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