"Ignorar a los pobres es despreciar a Dios" Francisco

domingo, 29 de abril de 2012

DE VUELTA A CASA

Leo en la prensa que “la población extranjera baja por primera vez desde hace diez años y los latinoamericanos encabezan la salida de España”.

Y me acuerdo de Tamara que -después de 7 años en España- ha tenido que volver a su Chile natal. Igual que a otros muchos emigrantes, la falta de trabajo les ha tocado de lleno. Ella y su marido vinieron a trabajar, buscaban un futuro mejor para ellos y para sus hijas.

Al llegar todo les resulta extraño, la gente, el acento, el paisaje, la comida. Pronto consigue un trabajo. Ella es profesora pero aquí de nada le vale su titulación universitaria. Ahora cuida a una “viejita”. La cuida todo el día, toda la noche, vive con ella. Es como si fuese su madre. Finalmente ha conseguido que venga su marido, también licenciado en paro, porque en España hay trabajo en la construcción. Allá quedaron sus dos hijas. Ahora viven los dos en la casa, con la abuelita; han formado una nueva familia. Los hijos de la anciana van de visita, pero ellos son los responsables de cuidarla. En pocos años todo cambia. Él se queda sin trabajo, ahora solo cuentan con los ingresos de ella, hasta que la viejita cae enferma, y muere.


Algunas cosas llegaron a resultarle inconcebibles, nunca las comprendieron. ¿Por qué les ofrecían trabajo sin contrato? ¿Cómo era posible tener derechos, sin pagar impuestos? La respuesta era fácil. Ella era inmigrante, existía, estaba, pero sin estar. Se miraba al espejo y se veía, pero parecía invisible para los demás. Una existencia un poco extraña, nadie la veía, pero hubo un momento en que parecía que molestaba, no había trabajo para todos y decían que los invisibles eran los que se habían quedado el trabajo. No era cierto, ella también se quedó sin trabajo, sin apoyos, sin ahorros, sin nada. Y llegó la hora de la vuelta.

Me escribe Tamara desde el desierto de Atacama, en el norte de Chile, un mes después del retorno, diciendo “Para mí fue bien difícil aceptar este nuevo cambio, echo de menos todo lo que he compartido con ustedes. Es raro, estoy en mi país y me está costando mucho más adaptarme de nuevo a lo mío. Al menos ahora estoy cerca de mis hijas”. Con estas pocas palabras se percibe el sentimiento de desarraigo que tiene una persona cuando, por razones de pura supervivencia, se ve obligada a dejar su tierra, aventurarse a trabajar lejos de casa y, cuando se cierra el círculo, porque vienen mal dadas, al final tiene que volver.

La década de la burbuja inmobiliaria, tuvo un efecto llamada, como se decía entonces, para muchas personas, que saltaron el charco rumbo a nuestro país. Este fenómeno de la movilización de amplios colectivos de trabajadores más o menos cualificados, se ha producido siempre a lo largo de la historia. Aunque hay movimientos poblacionales por catástrofes, guerras, represalias políticas o climatología, la clave laboral ha sido siempre determinante. Las personas es evidente que migran porque en unas zonas del planeta hay unas condiciones de vida mucho mejores que en su lugar de origen. Hablar de migraciones internacionales significa hablar de la injusta distribución de la riqueza en el mundo. Son como correctivos de tanta asimetría.

Sería simplista afirmar que todos los migrantes lo son huyendo de la miseria. Pero no es menos cierto que pocas personas abandonarían su país si allí pudieran desarrollar sus capacidades, cubrir sus necesidades, desplegar su proyecto vital.

Uno percibe cuando habla con inmigrantes que los que vienen son los más audaces, más aventureros, más formados, más conscientes de su pobreza y más preocupados por el futuro de sus hijos, que muchas veces dejan allí –sobre todos los sudamericanos- bajo el cuidado de otros familiares. Su empeño era trabajar en España, enviar dinero a su país para que estudien sus hijos e intentar la reagrupación familiar en un futuro. Pero el pinchazo de la burbuja les ha estallado en el rostro y ha acabado con su ilusión. Muchos sin llegar a conseguir la reagrupación, se han visto forzados a volver. Una vuelta muy diferente de la que protagonizaron nuestros antepasados que emigraron a países del centro europeo en la década de los 60 del siglo pasado. Los nuestros, al menos, volvieron con ahorros, con unas cotizaciones sobre sus salarios que ahora han redondeado sus escasas pensiones.

Por el contrario los sudamericanos que retornan se van sin nada. La mayoría nunca ahorraron, porque enviaban para allá todo lo que no gastaban. No cotizaron o lo hicieron en cantidad insuficiente para generar derechos de pensión cuando se jubilen. Han colaborado a engrosar nuestros fondos de la Seguridad Social, pero no han sacado ningún provecho. Y eso que venían a quitarnos el trabajo.

En cualquier parte del mundo, los inmigrantes siempre tienen trabajos más penosos, peor pagados, sometidos a más temporalidad y precariedad que los autóctonos. Se agrupan en sectores laborales concretos, generalmente como obreros no cualificados. Por ello el servicio doméstico, la agricultura intensiva o la construcción han quedado antes de la crisis en manos de los trabajadores venidos de fuera.

Los trabajadores inmigrantes son un elemento estructural dentro del sistema productivo de las sociedades receptoras. Salen de su país porque allí no pueden vivir bien y llegan a otro porque los necesita. Así de simple. Es bueno que no olvidemos esta idea, porque, con la crisis, tendemos a olvidar que han venido porque nosotros ¡les hemos pedido que vinieran! ¿O pensamos que la construcción inmobiliaria desmedida, la incorporación masiva de las mujeres al mercado de trabajo y la generalización de las tecnologías de la comunicación, se hubieran producido de esta manera tan espectacular sin la aportación de los albañiles ecuatorianos o polacos, de las cuidadoras bolivianas o paraguayas, o de los miles de kilómetros de zanjas que han abierto en nuestras calles los obreros marroquíes o malienses para instalar cables?

Tamara y su marido se fueron y dicen los censos que todavía quedan más de cinco millones de extranjeros. De momento las estrategias de facilitar el retorno, subvencionando el viaje de vuelta, no están dando el resultado que esperaba el gobierno. Cada vez más trabajadores inmigrantes han perdido el permiso de trabajo en España, lo que les obliga a vivir invisibles, con pequeñas ayudas sociales o realizando trabajos precarios sin ninguna relación contractual. Cada vez se verán sometidos a más acoso policial y tendrán menos derechos sociales, precisamente por su invisibilidad. Pero resisten. Todo menos volver, eso es lo último. Eso representa el fracaso, sobre todo para los africanos.

Dionís Penyarroja González.
Responsable Programa Empleo Caritas-Alicante.
Miembro del Equipo de Formación de la HOAC de Orihuela-Alicante

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