Y me acuerdo de
Tamara que -después de 7 años en España- ha tenido que volver a su Chile natal.
Igual que a otros muchos emigrantes, la falta de trabajo les ha tocado de
lleno. Ella y su marido vinieron a trabajar, buscaban un futuro mejor para
ellos y para sus hijas.
Al llegar todo
les resulta extraño, la gente, el acento, el paisaje, la comida. Pronto
consigue un trabajo. Ella es profesora pero aquí de nada le vale su
titulación universitaria. Ahora cuida a una “viejita”. La cuida todo
el día, toda la noche, vive con ella. Es como si fuese su madre. Finalmente ha
conseguido que venga su marido, también licenciado en paro, porque en España
hay trabajo en la construcción. Allá quedaron sus dos hijas. Ahora viven los
dos en la casa, con la abuelita; han formado una nueva familia. Los hijos de la
anciana van de visita, pero ellos son los responsables de cuidarla. En pocos
años todo cambia. Él se queda sin trabajo, ahora solo cuentan con los ingresos
de ella, hasta que la viejita cae enferma, y muere.
Algunas cosas
llegaron a resultarle inconcebibles, nunca las comprendieron. ¿Por qué les
ofrecían trabajo sin contrato? ¿Cómo era posible tener derechos, sin pagar
impuestos? La respuesta era fácil. Ella era inmigrante, existía, estaba, pero
sin estar. Se miraba al espejo y se veía, pero parecía invisible para los
demás. Una existencia un poco extraña, nadie la veía, pero hubo un momento en
que parecía que molestaba, no había trabajo para todos y decían que los
invisibles eran los que se habían quedado el trabajo. No era cierto, ella
también se quedó sin trabajo, sin apoyos, sin ahorros, sin nada. Y llegó la
hora de la vuelta.
Me escribe Tamara
desde el desierto de Atacama, en el norte de Chile, un mes después del retorno,
diciendo “Para mí fue bien difícil aceptar este nuevo cambio, echo de menos
todo lo que he compartido con ustedes. Es raro, estoy en mi país y me
está costando mucho más adaptarme de nuevo a lo mío. Al menos ahora
estoy cerca de mis hijas”. Con estas pocas palabras se percibe el sentimiento
de desarraigo que tiene una persona cuando, por razones de pura supervivencia,
se ve obligada a dejar su tierra, aventurarse a trabajar lejos de casa y,
cuando se cierra el círculo, porque vienen mal dadas, al final tiene que
volver.
La década de la
burbuja inmobiliaria, tuvo un efecto llamada, como se decía entonces, para
muchas personas, que saltaron el charco rumbo a nuestro país. Este fenómeno de
la movilización de amplios colectivos de trabajadores más o menos cualificados,
se ha producido siempre a lo largo de la historia. Aunque hay movimientos
poblacionales por catástrofes, guerras, represalias políticas o climatología,
la clave laboral ha sido siempre determinante. Las personas es evidente que
migran porque en unas zonas del planeta hay unas condiciones de vida mucho
mejores que en su lugar de origen. Hablar de migraciones internacionales significa
hablar de la injusta distribución de la riqueza en el mundo. Son como
correctivos de tanta asimetría.
Sería simplista
afirmar que todos los migrantes lo son huyendo de la miseria. Pero no es menos
cierto que pocas personas abandonarían su país si allí pudieran
desarrollar sus capacidades, cubrir sus necesidades, desplegar su
proyecto vital.
Uno percibe
cuando habla con inmigrantes que los que vienen son los más audaces, más
aventureros, más formados, más conscientes de su pobreza y más preocupados por
el futuro de sus hijos, que muchas veces dejan allí –sobre todos los
sudamericanos- bajo el cuidado de otros familiares. Su empeño era trabajar en
España, enviar dinero a su país para que estudien sus hijos e intentar la
reagrupación familiar en un futuro. Pero el pinchazo de la burbuja les ha
estallado en el rostro y ha acabado con su ilusión. Muchos sin llegar a
conseguir la reagrupación, se han visto forzados a volver. Una vuelta muy
diferente de la que protagonizaron nuestros antepasados que emigraron a países
del centro europeo en la década de los 60 del siglo pasado. Los nuestros, al
menos, volvieron con ahorros, con unas cotizaciones sobre sus salarios que
ahora han redondeado sus escasas pensiones.
Por el contrario
los sudamericanos que retornan se van sin nada. La mayoría nunca ahorraron,
porque enviaban para allá todo lo que no gastaban. No cotizaron o lo hicieron
en cantidad insuficiente para generar derechos de pensión cuando se jubilen.
Han colaborado a engrosar nuestros fondos de la Seguridad Social, pero no han
sacado ningún provecho. Y eso que venían a quitarnos el trabajo.
En cualquier
parte del mundo, los inmigrantes siempre tienen trabajos más penosos, peor
pagados, sometidos a más temporalidad y precariedad que los autóctonos. Se
agrupan en sectores laborales concretos, generalmente como obreros no
cualificados. Por ello el servicio doméstico, la agricultura intensiva o la
construcción han quedado antes de la crisis en manos de los trabajadores
venidos de fuera.
Los trabajadores
inmigrantes son un elemento estructural dentro del sistema productivo de las
sociedades receptoras. Salen de su país porque allí no pueden vivir
bien y llegan a otro porque los necesita. Así de simple. Es bueno que
no olvidemos esta idea, porque, con la crisis, tendemos a olvidar que han
venido porque nosotros ¡les hemos pedido que vinieran! ¿O pensamos que
la construcción inmobiliaria desmedida, la incorporación masiva de las mujeres
al mercado de trabajo y la generalización de las tecnologías de la
comunicación, se hubieran producido de esta manera tan espectacular sin la
aportación de los albañiles ecuatorianos o polacos, de las cuidadoras
bolivianas o paraguayas, o de los miles de kilómetros de zanjas que han abierto
en nuestras calles los obreros marroquíes o malienses para instalar cables?
Tamara y su
marido se fueron y dicen los censos que todavía quedan más de cinco millones de
extranjeros. De momento las estrategias de facilitar el retorno, subvencionando
el viaje de vuelta, no están dando el resultado que esperaba el gobierno. Cada
vez más trabajadores inmigrantes han perdido el permiso de trabajo en España,
lo que les obliga a vivir invisibles, con pequeñas ayudas sociales o realizando
trabajos precarios sin ninguna relación contractual. Cada vez se verán sometidos
a más acoso policial y tendrán menos derechos sociales, precisamente por su
invisibilidad. Pero resisten. Todo menos volver, eso es lo último. Eso
representa el fracaso, sobre todo para los africanos.
Dionís
Penyarroja González.
Responsable
Programa Empleo Caritas-Alicante.Miembro del Equipo de Formación de la HOAC de Orihuela-Alicante
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