Siguen extractos del discurso que el Santo Padre dirigió, en
francés, a los embajadores:
“El desarrollo de los medios de comunicación ha hecho que
nuestro planeta sea, de alguna manera, más pequeño (...) La constatación del
tremendo sufrimiento que la miseria y la pobreza, tanto material como
espiritual, causan en todo el mundo llama a una nueva movilización para hacer
frente, en la justicia y la solidaridad, a todo lo que amenaza al ser humano, a
la sociedad y al medio ambiente”.
“El éxodo hacia las grandes ciudades, los conflictos
armados, el hambre y las pandemias, que afectan a tantas poblaciones, desatan
una pobreza que en nuestros días ha asumido nuevas formas. La crisis económica
mundial hace que cada vez más familias vivan con precariedad. Y cuando la
creación y la multiplicación de las necesidades induce a creer en la posibilidad
del disfrute ilimitado y del consumo, la carencia de medios necesarios para
lograrlo desemboca en la frustración (...) Cuando la pobreza coexiste con una
enorme riqueza, brota la percepción de una injusticia que puede convertirse en
fuente de rebelión. Por tanto, es necesario que los Estados garanticen que las
leyes no aumentan las desigualdades sociales y que las personas puedan vivir
decentemente”.
“El desarrollo al que aspiran todas las naciones tiene que
concernir a la persona en su integridad y no solamente al factor económico
(...) Experiencias tales como el microcrédito y las iniciativas para crear
asociaciones equitativas, demuestran que es posible armonizar los objetivos
económicos con los vínculos sociales, la gobernabilidad democrática y el
respeto por la naturaleza. También es aconsejable, devolviéndoles la nobleza
que se merecen, el fomento del trabajo manual y la promoción de una agricultura
que redunde en beneficio de la población local”.
“Para fortalecer el factor humano en la realidad
socio-política, es necesario prestar atención a otro tipo de miseria: la que se
refiere a la pérdida de referencia a los valores espirituales, a Dios. Este
vacío hace más difícil el discernimiento entre el bien y el mal y la superación
de los intereses personales en favor del bien común (...) Los Estados tienen el
deber de promover su patrimonio cultural y religioso, que contribuye al
desarrollo de una nación, y de facilitar el acceso a todos, porque
familiarizándose con su historia, cada uno llega a descubrir las raíces de su
propia existencia”.
“La religión lleva a reconocer al otro como a un hermano en
la humanidad. Dar a todos la oportunidad de conocer a Dios, con plena libertad,
es ayudarles a forjarse una personalidad fuerte que los capacitará para dar
testimonio del bien y de llevarlo a cabo, aunque cueste. Se podrá así construir
una sociedad donde la sobriedad y la fraternidad triunfen sobre la miseria,
sobre la indiferencia y el egoísmo, sobre la explotación y el derroche y, ante
todo, sobre la exclusión”. (Ciudad del Vaticano, 4 mayo 2012. VIS)
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