Pepe Lozano, consiliario diocesano de la HOAC
Domingo 19 de tiempo ordinario
-12 de agosto de 2012-
Una chica, Paula, iba a visitar enfermos a un hospital y, donde más
pasaba su tiempo, era en la planta de los tuberculosos. Esta joven era
administrativa y trabajaba en el despacho de una buena empresa. En esta planta,
conoció a Vicente, un enfermo que llevaba ya siete años con la enfermedad de la
tuberculosis y, por ciertas causas y circunstancias, estaba en una situación muy delicada. La
muchacha, comenzó a sentir una cierta simpatía y atracción por Vicente, y él
también por ella, hasta que llegó el momento en que, se dieron cuenta de que estaban enamorados.
Como en todos los enamoramientos, la primera temporada fue muy bonita, no se
cansaban de estar juntos. Cuando se veían parece que se trasladaban a otro
mundo. Poco a poco fueron aterrizando, sin dejar, por eso, de estar enamorados.
Y además, comenzaron a surgir los problemas. Los padres de ella, y sus
amigas/os, comenzaron a decirle si sabía dónde se metía; que entablar
relaciones con aquella persona era una locura; que si seguía por ese camino,
con el tiempo, sería una desgraciada, que no tenía ningún sentido entablar
relaciones con un tuberculoso, cuando había tantos hombres que la pretendían.
La respuesta de Paula era siempre la misma: Que lo quería por encima de todo,
que era la persona que llenaba su vida, que creía de verdad en él, que no había
encontrado a nadie que la quisiera como él, que Vicente era su vida... Al final
decía que, lo que ella sentía por él, no se podía explicar con palabras. Dejaba
bien claro que era amor de verdad. Y todo lo que los demás veían como negativo,
era precisamente lo que más le llenaba a ella. Y que, sin darse cuenta, esto le
había ocurrido, desde el primer momento que vio a Vicente. Pasó el tiempo y su
familia y toda la gente vio que la cosa iba en serio, que entre ella y Vicente
había algo que merecía la pena. Y, al final, todos (casi todos) acabaron
valorando y admirando la relación de Paula y Vicente como un ejemplo a seguir.
En el Evangelio de hoy, Juan 6,41-52, la gente había visto el milagro
de la multiplicación de los panes y de los peces, y Jesús les propuso dar otro
paso: de la buena experiencia que habían tenido al comer pan hasta saciarse,
Jesús les proponía, creer en el que había hecho posible ese milagro. Pensando
las cosas bien, se supone que, el que había hecho el milagro, era más grande y
mejor que los panes y peces que había
comido. Pero la gente se fijaba en las apariencias más que en la realidad.
Decían que conocían a su padre y a su madre, y dónde había vivido; y que el
creer en Jesús no les iba a dar de comer. La gente se fijaba sólo en lo
material.
Jesús les responde que el creer en él era un don del Padre, y que lo
más que podían hacer era abrirse a ese don que Padre quería hacer a todos.
Con el pan y con los peces, el Padre quería darles la fe en Jesús para
que encontraran en él, el alimento que da una vida que dura para siempre, y que
hace que podamos caminar por este mundo con las fuerzas que necesitamos para
llegar a la meta del amor y de la felicidad, como llegó el profeta Elías, al
que hemos escuchado en la primera lectura.
Aquella multitud de personas se quedó en la simpatía y en la admiración
por Jesús, pero no llegó a la fe, a creer de verdad en él. Le tiraron para
atrás las apariencias: Jesús aparentemente era un simple trabajador, de una
familia humilde, no tenía estudios, hacía y decía unas cosas que resultaban un
poco raras, tanto él como los que iban con él vivían pobremente. La gente se
quedó en las apariencias, no llegó a dar el paso de la fe. Lo de creer en Jesús
les resultaba un poco complicado, como la opción de Paula por continuar con
Vicente. Eso sólo podían hacerlo “los hubieran sido atraídos por el Padre”, o
los que se dejaran atraer por el Padre, porque, en realidad, el Padre quiere
atraer a todos. La multiplicación de los panes y los peces fue una llamada, a
todos los que participaron en la comida, a creer y a seguir a Jesús. En este
caso, la multitud había comido el pan, pero no había escuchado la llamada;
aquellas personas no se habían abierto a ese “algo más” que Jesús les ofrecía. Aquí
vemos claro que Jesús era sensible a todas las necesidades que encontraba, que trataba de responder a
todos los sufrimientos de las personas, que se desvivía por ayudar a todo el
que lo necesitaba, pero que su misión no se quedaba en esas obras humanitarias
tan maravillosas que nosotros encontramos en los evangelios. Jesús vino a este
mundo como “el pan vivo bajado del cielo, para que, aquel lo coma viva para
siempre”.
Hoy, en nuestra sociedad tan necesitada, con tanto paro y tanta
precariedad, es muy difícil que pensemos en “otro pan” que no sea el que
necesitamos para sobrevivir. Eso de “el pan bajado del cielo para dar vida
eterna” no lo entendemos. Pero los que nos situamos en el terreno de la fe,
sabemos que, si diéramos a la gente sólo el pan material, si no le diéramos más
que eso, si no les presentáramos (de alguna manera, muy a su nivel) la
posibilidad de otro pan, les engañaríamos. Estamos hablando de “presentar”, de
“proponer”, no de imponer ni de atosigar.
Nuestra manera de actuar en Caritas, en las visitas a los enfermos, en
las visitas a la cárcel, en nuestra relación con los necesitados, en el campo
que sea, se tiene que parecer en algo, por no decir en todo, a la acción de
Jesús. Como los tiempos han cambiado, el lenguaje y las formas serán distintos,
pero lo que no puede faltar es el contenido. De una u otra manera, hemos de
ofrecer el pan que da la vida eterna. Hoy precisamente nos hemos reunido aquí
para encontrar y participar del pan de vida eterna
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