"Ignorar a los pobres es despreciar a Dios" Francisco

martes, 7 de agosto de 2012

JESÚS, CAMINO Y VIDA

Pepe Lozano, consiliario diocesano de la HOAC
Domingo 19 de tiempo ordinario
-12 de agosto de 2012-
Una chica, Paula, iba a visitar enfermos a un hospital y, donde más pasaba su tiempo, era en la planta de los tuberculosos. Esta joven era administrativa y trabajaba en el despacho de una buena empresa. En esta planta, conoció a Vicente, un enfermo que llevaba ya siete años con la enfermedad de la tuberculosis y, por ciertas causas y circunstancias,  estaba en una situación muy delicada. La muchacha, comenzó a sentir una cierta simpatía y atracción por Vicente, y él también por ella, hasta que llegó el momento en que,  se dieron cuenta de que estaban enamorados. Como en todos los enamoramientos, la primera temporada fue muy bonita, no se cansaban de estar juntos. Cuando se veían parece que se trasladaban a otro mundo. Poco a poco fueron aterrizando, sin dejar, por eso, de estar enamorados. Y además, comenzaron a surgir los problemas. Los padres de ella, y sus amigas/os, comenzaron a decirle si sabía dónde se metía; que entablar relaciones con aquella persona era una locura; que si seguía por ese camino, con el tiempo, sería una desgraciada, que no tenía ningún sentido entablar relaciones con un tuberculoso, cuando había tantos hombres que la pretendían. La respuesta de Paula era siempre la misma: Que lo quería por encima de todo, que era la persona que llenaba su vida, que creía de verdad en él, que no había encontrado a nadie que la quisiera como él, que Vicente era su vida... Al final decía que, lo que ella sentía por él, no se podía explicar con palabras. Dejaba bien claro que era amor de verdad. Y todo lo que los demás veían como negativo, era precisamente lo que más le llenaba a ella. Y que, sin darse cuenta, esto le había ocurrido, desde el primer momento que vio a Vicente. Pasó el tiempo y su familia y toda la gente vio que la cosa iba en serio, que entre ella y Vicente había algo que merecía la pena. Y, al final, todos (casi todos) acabaron valorando y admirando la relación de Paula y Vicente como un ejemplo a seguir.

En el Evangelio de hoy, Juan 6,41-52, la gente había visto el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, y Jesús les propuso dar otro paso: de la buena experiencia que habían tenido al comer pan hasta saciarse, Jesús les proponía, creer en el que había hecho posible ese milagro. Pensando las cosas bien, se supone que, el que había hecho el milagro, era más grande y mejor que  los panes y peces que había comido. Pero la gente se fijaba en las apariencias más que en la realidad. Decían que conocían a su padre y a su madre, y dónde había vivido; y que el creer en Jesús no les iba a dar de comer. La gente se fijaba sólo en lo material.
Jesús les responde que el creer en él era un don del Padre, y que lo más que podían hacer era abrirse a ese don que Padre quería hacer a todos.
Con el pan y con los peces, el Padre quería darles la fe en Jesús para que encontraran en él, el alimento que da una vida que dura para siempre, y que hace que podamos caminar por este mundo con las fuerzas que necesitamos para llegar a la meta del amor y de la felicidad, como llegó el profeta Elías, al que hemos escuchado en la primera lectura.
Aquella multitud de personas se quedó en la simpatía y en la admiración por Jesús, pero no llegó a la fe, a creer de verdad en él. Le tiraron para atrás las apariencias: Jesús aparentemente era un simple trabajador, de una familia humilde, no tenía estudios, hacía y decía unas cosas que resultaban un poco raras, tanto él como los que iban con él vivían pobremente. La gente se quedó en las apariencias, no llegó a dar el paso de la fe. Lo de creer en Jesús les resultaba un poco complicado, como la opción de Paula por continuar con Vicente. Eso sólo podían hacerlo “los hubieran sido atraídos por el Padre”, o los que se dejaran atraer por el Padre, porque, en realidad, el Padre quiere atraer a todos. La multiplicación de los panes y los peces fue una llamada, a todos los que participaron en la comida, a creer y a seguir a Jesús. En este caso, la multitud había comido el pan, pero no había escuchado la llamada; aquellas personas no se habían abierto a ese “algo más” que Jesús les ofrecía. Aquí vemos claro que Jesús era sensible a todas las necesidades  que encontraba, que trataba de responder a todos los sufrimientos de las personas, que se desvivía por ayudar a todo el que lo necesitaba, pero que su misión no se quedaba en esas obras humanitarias tan maravillosas que nosotros encontramos en los evangelios. Jesús vino a este mundo como “el pan vivo bajado del cielo, para que, aquel lo coma viva para siempre”.
Hoy, en nuestra sociedad tan necesitada, con tanto paro y tanta precariedad, es muy difícil que pensemos en “otro pan” que no sea el que necesitamos para sobrevivir. Eso de “el pan bajado del cielo para dar vida eterna” no lo entendemos. Pero los que nos situamos en el terreno de la fe, sabemos que, si diéramos a la gente sólo el pan material, si no le diéramos más que eso, si no les presentáramos (de alguna manera, muy a su nivel) la posibilidad de otro pan, les engañaríamos. Estamos hablando de “presentar”, de “proponer”, no de imponer ni de atosigar.
Nuestra manera de actuar en Caritas, en las visitas a los enfermos, en las visitas a la cárcel, en nuestra relación con los necesitados, en el campo que sea, se tiene que parecer en algo, por no decir en todo, a la acción de Jesús. Como los tiempos han cambiado, el lenguaje y las formas serán distintos, pero lo que no puede faltar es el contenido. De una u otra manera, hemos de ofrecer el pan que da la vida eterna. Hoy precisamente nos hemos reunido aquí para encontrar y participar del pan de vida eterna  

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