Pepe Lozano, consiliario diocesano de la HOAC
Domingo 26 de tiempo ordinario
- 25 de setiembre de 2011 -
Vivimos en una sociedad en que, en general, se habla mucho y se hace
poco de lo que se habla; se promete mucho y se hace poco de lo que se promete;
hay mucha teoría y no tanta práctica. Nos encontramos en un mar de palabras
habladas y escritas que, gran parte de las veces, no responden a la realidad, o
no sirven para nada. Parece que va siendo una verdad eso de que “las palabras
se las lleva el viento”. Vemos que, “la palabra”, ha perdido valor, sobre todo
cuando hay intereses por en medio. Estamos observando todos los días que las
palabras de los padres no calan mucho en los hijos. Los profesores se quejan de
que los alumnos no les prestan mucha atención, o, si les escuchan, después no
hacen lo que han aprendido en la escuela. Tampoco la gente hace mucho caso de
los que gobiernan, a no ser que sean de su partido, y que digan cosas que les
gustan oír. Y algo de esto está ocurriendo en la Iglesia. Mucha gente dice “yo
creo en Dios pero no en los curas ni en la Iglesia”.
En esta situación nos encontramos. Una situación que no nos gusta nada,
que nos llena de confusión, de desánimo y de desconfianza. Sin embargo vemos lo
necesaria que es la palabra, y sobre todo la palabra verdadera, la palabra que
transmita vida y amor, la palabra que dé luz y vida a aquella persona que la
escucha; la palabra que esté respaldada por un compromiso y una vida. A pesar
del mal ambiente de nuestra sociedad, sabemos que hay “personas de palabra” en
las que podemos confiar, y que nos sirven de luz y de referente en nuestra vida,
que lo que dicen es verdad, que lo que dicen lo hacen, que no fallan.
Este domingo Jesús, en Mateo 21,28-32, nos cuenta la historia de dos
hijos; uno que le responde “sí” a su padre, pero después no hace nada; y otro
que le responde “no”, pero después recapacita y hace lo que su padre le manda.
Jesús nos ha hablado de “los que parecen buenos” pero no son tan buenos, las
personas de “muy buenas palabras” pero que no hacen nada, o que son lobos
vestidos de oveja; y las personas que no tienen tan buenas palabras y tan
buenas apariencias, pero son capaces de corregir sus errores y hacer lo que es
justo y honrado; malas apariencias, pero buen corazón.
¿Quién es un buen/a cristiano/a? ¿La persona que tiene buenas palabras,
buenas apariencias, que hace muchas oraciones, que se puede llamar “un/a
cristiano/a practicante”, y después está esclavizado por el dinero, por sus
intereses y por la buena vida y explota lo que puede a los demás? Es muy
importante ser un cristiano practicante, orar, leer la Biblia, mantenerse
unido/a a la Iglesia. Todo eso ayuda, o debe ayudar, a cambiar nuestra vida y
ser distintos de los demás en nuestro comportamiento y en nuestro estilo de
vida. Pero si no tenemos humanidad, si no nos comprometemos por hacer un mundo
más justo (comenzando por nuestra casa y nuestro negocio), si en nuestra vida
no nos parecemos a aquella persona, en quien decimos que creemos… todo lo demás
nos sirve de muy poco, es pura apariencia. Con todo eso dejamos en mal lugar a
Jesús y a la Iglesia. La gente está harta de palabras y de apariencias, el
mundo quiere ver hechos y realidades, el mundo necesita verdad, humanidad y
amor, y no de palabra, sino que sea algo palpable, que no necesite
demostración.
A veces los hijos no hacen caso a los padres, porque, los padres, no
les dan ejemplo; lo mismo pasa con los profesores y con nosotros los curas.
Posiblemente los sacerdotes, y toda la Iglesia, necesitamos vivir más y hablar
menos. Dice el Evangelio que Jesús “comenzó a hacer y a predicar”. Primero
“hacer”, y luego “predicar”. La gente
decía que Jesús hablaba con autoridad, no como los escribas y fariseos, que
hablaban mucho, pero no movían un dedo para ayudar al necesitado. Jesús es la
Palabra de Dios en persona, que no sólo habló sino que se entregó por nosotros
a la muerte. No hay Palabra más verdadera que él.
Los domingos venimos a Misa, no a escuchar una bonita homilía, y salir
satisfechos diciendo “qué bien ha hablado hoy el señor cura”, o “qué rollo”.
No. Venimos a Misa para cambiar nuestra vida, por fuera y por dentro; venimos a
encontrar nuestro camino, si lo hemos perdido, o a encontrar fuerzas para
seguir adelante, y ver qué cosas nos pide el Señor que tenemos que hacer. Que
este domingo no sea uno más; que nos ayude a cambiar, a plantearnos qué cosas
tenemos que renovar, quitar o poner, superar o profundizar, para que nuestro
nombre de cristianos no sea una pura fachada, una hipocresía, sino una luz para
los demás.
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