Tánger, 18 de febrero
de 2014
A los fieles
laicos, a las personas consagradas y a los presbíteros de la Iglesia de Tánger:
Paz y Bien.
Para que la
vida no niegue lo que la boca confiesa:
Queridos:
Con vosotros y desde la fe quiero acercarme, una vez
más, a ese espacio humano, ético, espiritual, evangélico, en el que se mueve y
nos sitúa una humanidad empobrecida en busca de futuro: hombres, mujeres y
niños a quienes los dueños de las fronteras negamos el derecho a emigrar.
No es mi misión entrar en debates de política, de
filosofía, de antropología, ni siquiera de teología. A mí se me pide que, “con
la palabra y el ejemplo”, guíe al pueblo que se me ha confiado; a mí se me
ha pedido “vivir para los fieles”, ser entre ellos como el menor y como
el que sirve, proclamar a tiempo y a destiempo la palabra de Dios. Éste es el
mandato que he recibido: “Ama con amor de padre y de hermano a
cuantos Dios pone bajo tu cuidado, especialmente a los presbíteros y diáconos,
a los pobres, a los débiles, a los que no tienen hogar y a los inmigrantes”.
Por fidelidad a esa misión y mandato, os vuelvo a
hablar de los inmigrantes. Quienes pretendan que los veáis con recelo, con
temor, con desprecio o con odio, han de encontrar encendida siempre en vuestro
corazón la luz de la mirada con que Dios los mira.
Lo que confesamos cuando decimos que creemos:
Escuchad el clamor de vuestra fe, susurrada en la
plegaria eucarística; escuchad cómo vuestro Dios abre fronteras, abate vallas,
rompe muros, anula distancias, para que los pobres, los oprimidos, los
afligidos, alcancen la salvación que necesitan: “Tanto amaste al mundo, Padre
santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador
a tu único Hijo. El cual se encarnó por obra del Espíritu Santo, nació de
María, la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana menos en el
pecado; anunció la salvación a los pobres, la liberación a los oprimidos, y a
los afligidos el consuelo”.
Dios experimentó la aflicción para que tú, la Iglesia
de los que él ha redimido, fueses consolada; Dios se empobreció para que tú
fueses enriquecida; Dios se redujo a la debilidad de la carne para que tú te
vieses fortalecida. Por ti, por abrirte un paso amplio y acogedor en la
frontera impenetrable de la gracia, de la santidad y de de la vida, tu Dios se
atrevió a vivir una relación escandalosa con el pecado y con la muerte: “Dios,
enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y en orden al pecado,
condenó el pecado en la carne”. Y si alguien en la Iglesia me dijere que
ese lenguaje es oscuro, le recordaría aquellas otras palabras del apóstol, que
hoy, si él no las hubiese escrito, nadie se atrevería a decir: “Al que no
conocía pecado, (Dios) lo hizo pecado a favor nuestro, para que nosotros
llegáramos a ser justicia de Dios en él”.
Si hablas de tu Dios, has de recordar necesariamente
la compasión que tuvo de ti, la misericordia que ha usado contigo, el amor con
que te ha buscado, la solicitud con que ha cuidado de ti.
Si hablas de tu Dios, tal como lo has conocido en
palabras y hechos de Jesús de Nazaret, la compasión, la misericordia, el amor,
la solicitud de que él te ha rodeado, habrás de reunirlos más que resumirlos en
las entrañas del verbo servir: “El Hijo del hombre no ha venido a ser
servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”.
Tu Dios vino a ti rompiéndose la carne en tus caminos
para que tú pudieses ir a él por un camino llano, sin otro pasaporte que la fe
con que te dejas amar por él.
Tu Dios no ha hecho magia para sacarte de un apuro,
sino que se despojó de sí en solidaridad contigo, y te amó, sin condición y sin
medida, aun a riesgo de ser rechazado por ti.
Lo que confesamos cuando oramos:
Todavía esta mañana, en la comunidad eucarística,
orábamos con esta palabras tuyas, Iglesia redimida, amada, creyente,
esperanzada: “Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana,
inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado,
ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido.
Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de
justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir
esperando”.
Os pido, queridos, no que imaginéis, sino que de
verdad llevéis, como un mensaje de amor en los bolsillos de vuestra ropa, como
un mandato de Dios en el secreto del corazón, como una súplica de vuestra comunidad
eclesial en la memoria, esas palabras de la plegaria eucarística. De modo que,
allí donde os encontréis, en una playa, frente a una valla, en un espigón, o en
la mesa del comedor de vuestras casas, los latidos de vuestro corazón se
acompasen sencillamente con el corazón de Dios.
Lo que ha de confesar nuestra vida entera:
El lavatorio de los pies, del que nos habla el
evangelista Juan, lo mismo que la Eucaristía, de la que hablan los evangelios
sinópticos, representa la vida entera de Jesús, su entrega, su abajamiento a
los pies de la humanidad, su anonadamiento hasta lo hondo de la condición
humana, su forma de amar, su misión de servir.
Profesar un credo que ignore a Cristo arrodillado a
los pies de la humanidad para limpiarla, sería negar lo esencial de nuestra fe.
Credo y evangelio han de ser llevados íntegros en el
corazón, en la boca y en la vida.
Y hay cosas en las que no se nos ha dejado espacio
para la ambigüedad. Esto se lee en el evangelio de Mateo: “Sabéis que los
jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así
entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro
servidor; y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo.
Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y
a dar su vida en rescate por muchos”. Y esto leemos en el evangelio de
Juan: “Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez
y les dijo: « ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis
“el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro
y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies
unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros,
vosotros también lo hagáis”.
Nuestra vida se mueve entre un “no será así entre
vosotros” y un “haced vosotros lo mismo”. Y es responsabilidad de
cada creyente discernir dónde se encuentra, sabiendo que está llamado a
acercarse de corazón, con toda su alma, con toda su mente, con todas sus fuerzas,
a ese “haced vosotros lo mismo” que pronunciaron los labios de Jesús.
Vosotros sabéis que ése es el compromiso que
recordamos y renovamos cada vez que comulgamos, pues otra cosa no es nuestra
comunión si no dejarnos comulgar por Cristo, dejarnos transformar en Cristo, de
modo que en Cristo seamos de Dios y de los hermanos. No sólo nos sabemos
llamados a hacer lo que el Señor hizo, sino que nos sabemos amorosamente
invitados a ser su presencia viva en el mundo.
Las fronteras infranqueables, con sus vallas y sus
cuchillas y sus fuerzas antidisturbios, son un ejemplo de lo que “no ha de
ser así entre nosotros”, son una forma cruel de opresión, con la que los
poderosos se muestran dueños y señores de los destinos de los pobres. Nadie
podrá reconocer en esas fronteras una forma de respeto a los derechos y a la
dignidad de las personas y de servicio a los necesitados.
Por eso, sin temor a equivocarme, puedo decir que esas
fronteras, siendo legales, legítimas, y puede que del todo razonables, son para
un cristiano negación de lo esencial de su credo, dejan sin corazón el
evangelio, niegan al Dios y Padre de Jesús de Nazaret.
Petición:
Se lo pido al Señor como gracia para cuantos lo amáis
y queréis seguir de cerca las huellas de Jesús de Nazaret: “Que todos
sepamos discernir los signos de los tiempos y crezcamos en fidelidad al
Evangelio; que nos preocupemos de compartir en la caridad las angustias y las
tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el
camino de la salvación”. “Que, en medio de nuestro mundo, dividido por
guerras y discordias”, por ambiciones y egoísmos, por odios y miedos, “la
Iglesia sea instrumento de unidad, de concordia y de paz”.
Que a nadie falte la oración de los demás.
Un abrazo de vuestro hermano menor.
http://diocesistanger.org/carta-emigrantes/
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