El
beato Angelo Giuseppe Roncalli nació y fue bautizado el día 25 de noviembre de
1881 en Sotto il Monte, diócesis y provincia de Bérgamo (Italia). Fue el cuarto
de catorce hermanos. Su familia vivía del trabajo de los campos, cultivados en
régimen de aparcería. La vida familiar era de tipo patriarcal: dos hermanos con
sus respectivas familias vivían bajo un mismo techo guiados por el barba (tío)
Zaverio, anciano soltero que gobernaba con sabiduría el trabajo y la marcha de
la gran familia. Al tío Zaverio, padrino de bautismo, atribuirá Angelo Roncalli
su primera y fundamental formación religiosa: ''Él dio a su ahijado, sin
intención de convertirlo en sacerdote, todo cuanto pudría servir con la máxima
edificación y eficacia a la preparación no de un simple sacerdote, sino de un
Obispo y de un Papa, como la Providencia había querido y decidido'' Así
escribirá de él el Papa Juan en 1959. El clima religioso de la familia y la
fervorosa vida parroquial, guiada por el párroco don Francesco Rebuzzini,
fueron la primera -y fundamental- escuela de vida cristiana, que marcá la
fisionomía espiritual de Angelo Roncalli.
Recibió
la confirmación y la primera comunión en 1889 y, en 1892, ingresó en el
Seminario de Bérgamo, donde estudió hasta el segundo ano de teología y donde
empezó a redactar los apuntes espirituales que escribiría hasta el fin de sus
días y que han sido recogidos en el Diario del alma. Aquí empezó su practica de
la dirección espiritual asidua. El 1 de marzo de 1896 don Luigi Isacchi,
director espiritual del Seminario de Bérgamo, lo admitió en la Orden
Franciscana Seglar, cuya Regla profesó el 23 de mayo de 1897.
De
1901 a 1905 fue alumno del Pontificio Seminario Romano, gracias a una beca de
la diócesis de Bérgamo. En este tiempo hizo, ademas, un año de servicio
militar. Fue ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904, en Santa María in
Monte Santo, de Piazza del Popolo, en Roma. En 1905 fue nombrado secretario del
nuevo Obispo de Bérgamo, Mons. Giacomo Maria Radini Tedeschi. Desempeñó este
cargo hasta 1914, acompañando al Obispo en las visitas pastorales y colaborando
en múltiples iniciativas pastorales: Sínodo, reacción del Boletín diocesano,
peregrinaciones, obras sociales. A la vez era profesor de historia, patrología
y apologética en el Seminario, asistente de la Acción Católica femenina,
colaborador en el diario católico de Bérgamo y predicador muy solicitado por su
elocuencia elegante, profunda y eficaz.
Aquellos
años fueron, además, el tiempo de un profundo encuentro espiritual con los
grandes pastores: san Carlos Borromeo (de quien publicó las Actas de la visita
apostólica realizada a la diócesis de Bérgamo en 1575) y san Francisco de
Sales. Fueron los años del gran aliento pastoral, aprendido viviendo junto a
''su'' Obispo Mons. Radini Tedeschi. ''Él sí que era digno de ser Papa'',
anotará Juan XXIII en su diario. Tras la muerte del Obispo, en 1914, don Angelo
prosiguió su ministerio sacerdotal dedicado a la docencia en el Seminario y a
varias ramas de la pastoral, sobre todo asociativa.
En
1915, cuando Italia entró en guerra, fue llamado como sargento sanitario y
nombrado capellán militar de los soldados heridos que regresaban del frente. Al
final de la guerra abrió la ''Casa del Estudiante'' y trabajó en la pastoral de
estudiantes.
En
1919 fue nombrado Director espiritual del Seminario. En 1921 empezó la segunda
parte de la vida de don Angelo Roncalli, dedicada al servicio de la Santa Sede.
Llamado a Roma por Benedicto XV como Presidente de Italia del Consejo Central
de las Obras Pontificias para la Propagación de la Fe, recorrió muchas diócesis
de Italia organizando Círculos de Misiones. En 1925 Pio XI lo nombró Visitador
Apostólico para Bulgaria y lo elevó al episcopado con el título de Areopoli. Su
lema episcopal, programa que le acompañó durante toda la vida, era:
''Oboedientia et pax''.
Marchó
a Bulgaria tras ser ordenado Obispo el 19 de marzo de 1925 en Roma. Nombrado
Delegado Apostólico, permaneció en Bulgaria hasta 1935. Visitó las comunidades
católicas y tejió relaciones respetuosas con las otras comunidades cristianas.
Actuó con caritativa solicitud aliviando los sufrimientos causados por el
terremoto de 1928. Sobrellevó en silencio las incomprensiones y dificultades de
un ministerio marcado por la marginalidad. Afinó su confianza y entrega en
Jesús crucificado.
En
1935 fue nombrado Delegado Apostólico en Turquía y Grecia. Era un vasto campo
de trabajo. La Iglesia católica tenía una presencia activa en muchos ámbitos de
la joven república, que se estaba renovando y organizando. Mons. Angelo trabajó
con intensidad al servicio de los católicos y se destacó por su dialogo y
talante respetuoso con el mundo ortodoxo y con el mundo musulmán. Al estallar
la II Guerra Mundial se hallaba en Grecia, que fue devastada por los combates.
Procuró dar noticias sobre los prisioneros de guerra y salvó a muchos hebreos
con el ''Visado de tránsito'' de la Delegación Apostólica. En diciembre de 1944
Pio XII le nombró Nuncio Apostólico en París.
Durante
los últimos meses de la guerra y los primeros de paz ayudó a lo prisioneros de
guerra y trabajó en la normalización de la vida eclesiástica de Francia. Visitó
los grandes santuarios franceses y participó en las fiestas populares y en las
manifestaciones religiosas más significativas. Fue un observador atento,
prudente y lleno de confianza en las nuevas iniciativas pastorales del
episcopado y del clero de Francia. Se distinguió siempre por su búsqueda de la
sencillez evangélica, incluso en los asuntos diplomáticos más intrincados.
Procuró ser sacerdote en todas las situaciones. Lo animaba una piedad sincera
que se transformaba todos los días en prolongado tiempo de oración y de
meditación. En 1953 fue creado Cardenal y enviado a Venecia como Patriarca. Le
lleno de alegría poder dedicar sus últimos años al ministerio directo pastoral,
deseo que lo acompañó a lo largo de toda su vida sacerdotal. Y fue un pastor
sabio y emprendedor, a ejemplo de los santos pastores a quienes siempre había venerado,
a ejemplo de san Lorenzo Giustiniani, primer patriarca de Venecia. Al tiempo
que avanzaba su edad, aumentaba su confianza en el Señor, entregado a una
laboriosidad pastoral activa, emprendedora y gozosa.
A
la muerte de Pio XII, fue elegido Papa el 28 de octubre de 1958, con el nombre
de Juan XXIII. Su pontificado, que duró menos de cinco años, lo presentó al
mundo como una auténtica imagen del Buen Pastor. Manso y atento, emprendedor y
valiente, sencillo y activo practicó cristianamente las obras corporales y
espirituales de misericordia, visitando a los encarcelados y a los enfermos,
recibiendo a hombres de todas las naciones y credos y cultivando un exquisito
sentimiento de paternidad hacia todos. Su magisterio, sobre todo sus encíclicas
Pacem in terris y Mater et magistra, fue muy apreciado.
Convocó
el Sínodo Romano, instituyó una Comisión para la revisión del Código de Derecho
Canónico y convocó el Concilio Ecuménico Vaticano II. Visitó muchas parroquias
de su diócesis de Roma, sobre todo las de los barrios nuevos. La gente vio en
él un rayo de la bondad de Dios y lo llamó ''el Papa de la bondad'' Lo sostenía
un profundo espíritu de oración. Su persona, iniciadora de una gran renovación
en la Iglesia, irradiaba la paz propia de quien confía siempre en el Señor.
Falleció el 3 de junio de 1963, por la tarde, en un profundo espíritu de
abandono en Jesús, deseoso de su abrazo y rodeado de la oración cordial del
mundo, que parecía haberse parado para recogerse en tomo a él y respirar con él
el amor del Padre.
Fue
beatificado por Juan Pablo II el 3 de septiembre de 2000. Su fiesta litúrgica
quedó fijada el 11 de octubre, día de la apertura del Concilio Vaticano II.
En
la homilía Juan Pablo II lo recordó así: ''Contemplamos hoy en la gloria del
Señor a otro Pontífice, Juan XXIII, el Papa que conmovió al mundo por la
afabilidad de su trato, que reflejaba la singular bondad de su corazón. Los
designios divinos han querido que esta beatificación uniera a dos Papas que
vivieron en épocas históricas muy diferentes, pero que están unidos, más allá
de las apariencias, por muchas semejanzas en el plano humano y espiritual. Es
muy conocida la profunda veneración que el Papa Juan XXIII sentía por Pío IX,
cuya beatificación deseaba. Durante un retiro espiritual, en 1959, escribió en
su Diario: "Pienso siempre en Pío IX, de santa y gloriosa memoria, e,
imitándolo en sus sacrificios, quisiera ser digno de celebrar su
canonización" (Diario del alma, p. 560)''
''Ha
quedado en el recuerdo de todos la imagen del rostro sonriente del Papa Juan y
de sus brazos abiertos para abrazar al mundo entero. ¡Cuántas personas han sido
conquistadas por la sencillez de su corazón, unida a una amplia experiencia de
hombres y cosas! Ciertamente la ráfaga de novedad que aportó no se refería a la
doctrina, sino más bien al modo de exponerla; era nuevo su modo de hablar y
actuar, y era nueva la simpatía con que se acercaba a las personas comunes y a
los poderosos de la tierra. Con ese espíritu convocó el concilio ecuménico
Vaticano II, con el que inició una nueva página en la historia de la Iglesia:
los cristianos se sintieron llamados a anunciar el Evangelio con renovada
valentía y con mayor atención a los "signos" de los tiempos''.
''Realmente,
el Concilio fue una intuición profética de este anciano Pontífice, que
inauguró, entre muchas dificultades, un tiempo de esperanza para los cristianos
y para la humanidad''.
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