"Ignorar a los pobres es despreciar a Dios" Francisco

martes, 18 de mayo de 2010

¿Sólo son culpables los otros?

por Pep Carmona (HOAC Guardamar)
El acto central en la vida de los cristianos es la celebración de la Eucaristía. Y lo primero que hacemos los cristianos al celebrarla es, tras las palabras de salutación del sacerdote y a invitación de este, reconocernos pecadores y en consecuencia pedir perdón.

Probablemente no exista en el mundo otra asamblea o reunión entre iguales que comience de esa manera, pero estoy convencido que esa actitud, la de reconocer las propias culpas y la reconciliación con el ofendido, es la que otorga más autoridad moral para proclamar mensajes, exigir respeto a los propios derechos o pedir comprensión para nuestros planteamientos.

Sin embargo esta actitud tan encomiable da la impresión que, una vez acabada la celebración eucarística, cae en el olvido y gran parte de los cristianos, jerarquía incluida, cree que todos los males que aquejan a la Iglesia tienen su origen en causas externas, sin pararse ni un momento en contemplar la más mínima posibilidad de que algo estaremos haciendo mal los cristianos.

Afirmar que el descenso en España de personas que se confiesan católicas se debe a la hostilidad de los medios de comunicación es un claro ejemplo de lo que afirmamos. Sin negar la poca simpatía de algunos medios hacia la Iglesia, afirmar que a esa actitud se debe el descenso de católicos confesos en España o la baja estima hacia la institución eclesial entre determinados sectores de la población es, además de tener muy poca fe en las virtualidades del mensaje que se proclama, una actitud poco humilde y nada acorde con el reconocimiento de las propias faltas a que aludíamos respecto al comienzo de las celebraciones eucarísticas. ¿No tiene la propia Iglesia ninguna responsabilidad en el descenso del catolicismo en España?

Otro ejemplo de buscar culpables fuera de la institución, obviando las propias responsabilidades en la situación actual, es la de atribuir todos los males presentes a un gobierno supuestamente hostil, sin pararse ni un segundo a pensar que muchos de los lodos actuales pueden ser consecuencia de polvos pasados. ¿No hay ninguna relación causa-efecto entre la desafección actual y la situación de privilegio que la Iglesia gozó en nuestro país en épocas pasadas? Situación que da la impresión algunos añoran, olvidando que el mensaje se debe proclamar desde la debilidad (aunque como en tiempos de Pablo esto sea escándalo para unos y necedad para otros) y no desde posiciones de privilegio.

¿Qué pensar ante determinadas declaraciones a cargo de personas con responsabilidad en la Iglesia empeñadas en condenar al gobierno de turno (aunque parece ser que a uno bastante más que a otro) cuando la legislación civil no coincide total y absolutamente con la moral cristiana? Vistas esas actitudes desde fuera de la Iglesia, puede dar la impresión de que esta sólo es capaz de hacer que los suyos sigan su doctrina desde la garantía que otorga el recurso al poder civil y la coacción de sus leyes.

¿No sería más positivo y evangélico (aunque sólo sea por aquello de ver la propia viga antes que la paja ajena) mirar hacia el interior de la Iglesia y no acudir al recurso fácil de buscar el enemigo en medio de un mundo de cuyas esperanzas y tristezas, alegrías y penas queremos ser solidarios y partícipes?

¿Por qué no centrarnos en la lucha contra la pobreza, en la denuncia de sus causas, en la exigencia de soluciones, por qué no situarnos para proclamar el mensaje desde la óptica de los excluidos, como corresponde a una institución creada “no para dominar sino para servir”? Ya sé que desde Cáritas, Manos Unidas y otras organizaciones eclesiales se hace un trabajo encomiable en ese sentido, pero parece que esta labor hecha desde los últimos y por los últimos muchas veces queda eclipsada por otras preocupaciones que tienen muy poco o nada que ver con el Evangelio y mucho con la conquista o conservación de parcelas de poder. ¿Tan difícil es entender que, desde la experiencia de Jesús, se puede y debe tener una fuerte presencia pública sin necesidad, antes bien todo lo contrario, de que esa presencia sea ejercida desde una situación de privilegio?

¿Por qué no acabar con el excesivo clericalismo y jerarcocentrismo que impera en la Iglesia en detrimento de un laicado adulto y corresponsable en la misión? Sin negar la necesidad y el papel fundamental del Ministerio Pastoral y del clero que con él colabora, ¿no va siendo hora de acentuar el protagonismo de todo el Pueblo de Dios, mujer incluida, superando la imagen de que la Iglesia son sólo los obispos y los curas, o sólo es cosa de hombres?

¿Por qué al menos la mitad de los esfuerzos que se destinan a protestar no se aplican a la formación integral de un laicado responsable que considere el compromiso público, la caridad política, como una dimensión irrenunciable de su fe? Posiblemente así no haría falta esa excesiva preocupación porque la legislación civil se adecue a la moral cristiana como antes afirmábamos.

¿Por qué al hablar del compromiso público de los cristianos se pretende dar una imagen monolítica de presencia, ignorando como decía Pablo VI en la “Octogesima adveniens” que “una misma fe puede conducir a compromisos diferentes”? Cuando muchos cristianos llevados por esa enseñanza hacen una opción y la presentan ante la sociedad y la Iglesia como “su opción” y otros cristianos presentan la suya como “la única opción posible”, ¿por qué no surgen voces eclesiales autorizadas defendiendo que aquella opción es tan legítima como esta opción o al menos diciendo que según el Vaticano II (Gaudium et spes 43) “a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia”? Con actitudes así es difícil evitar que muchos cristianos no se sientan en medio de la Iglesia como creyentes de segunda división.

Quizás con estas prioridades apuntadas, (centralidad de los pobres, protagonismo de los laicos, formación de la conciencia sociopolítica, pluralismo legítimo de opciones) y alguna otra que se podría añadir, la imagen pública del conjunto de la Iglesia cambiaría a pesar de todo el ambiento hostil que exista o se quiera creer que existe. Y decimos del conjunto de la Iglesia porque nadie duda, ni siquiera los más hostiles, que hoy en España hay creyentes de gran generosidad y de una calidad cristiana muy superior a la de épocas pasadas en las que el peso sociológico de la Iglesia era mucho mayor que el actual.

Por todo ello bastante mejor nos iría si nos dedicáramos a mirar nuestro interior, a avanzar en profundidad evangélica, a renovarnos en la línea que preconizaba Pablo VI en la encíclica “Ecclesiam suam”, o a buscar puntos de unión con una sociedad que, si bien puede ser hostil con quien busca situaciones de privilegio, es muy receptiva con aquellos que adoptan una postura de servicio y sobre todo de servicio a los más pobres.

Y si en algún momento los cristianos pudiésemos sentirnos perseguidos, que no es el caso, bueno será recordar lo que dice la propia Iglesia en el punto 44 de esa perla del Vaticano II que es la “Gaudium et spes”: “la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición y aun la persecución de sus contrarios”.

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