Dionís Penyarroja González, Responsable Programa de Empleo de Caritas Diocesana de Alicante.
Los cristianos y el paro
La peor cara de las épocas de crisis económica es la falta de trabajo. Y decimos cara, porque cuando pasamos de las estadísticas frías a ponerle rostro, con nombre y apellidos, a las personas empobrecidas y excluidas de la sociedad por el paro de larga duración, la realidad nos resulta muy incómoda, nos molesta, nos abruma por la impotencia. No sabemos cómo responder.
El trabajo ha sido desde siempre el medio fundamental para reconocer la dignidad de las personas y es una fuerza que identifica al individuo con la sociedad. Vivimos una época en la que ese bien llamado trabajo se reduce y además el que hay es cada vez más precario.
También constatamos que el trabajo se valora desde una concepción economicista: una mercancía que algunos compran para ganar dinero con ella, intentando que les cueste lo más barata posible y que otros venden para ganarse la vida, buscando a alguien que la compre al precio que sea. Por eso decimos que necesitamos como sociedad un profundo cambio de mentalidad, que afecta también a nuestra forma de vida, tanto laboral, como familiar, social, de ocio, de consumo, etc.
A nuestro entender, el problema del paro se ha convertido en estructural. No responde a una mala situación económica como quieren hacernos ver, sino al propio funcionamiento del sistema económico hegemónico en el mundo. Hemos vivido una ilusión durante los primeros años del presente siglo, fruto de la construcción sin control, con un nivel de especulación nunca visto, que permitió trabajar a muchas más personas. Pero la realidad es tozuda y hemos vuelto a lo que parece que es nuestro nivel de paro por naturaleza: una persona de cada cuatro, de las que están en disposición de trabajar, si incluimos a los irregulares. Y, si no se hace nada, no parece que esto vaya a cambiar.
Ante esta realidad tan desgarradora, cuando conoces a tantas familias en las que no trabaja nadie, con presupuestos de servicios sociales totalmente insuficientes, con las acogidas parroquiales de Caritas saturadas, observamos que las únicas medidas que se adoptan van dirigidas a más de lo mismo y siempre exigiendo esfuerzos a los mismos (abaratamiento del despido, supresión de la ayuda de 426 euros, supresión del cheque bebé, alargamiento de la edad de jubilación, reducción de salarios y pensiones, etc). Medidas tomadas por los gobernantes actuales y con el apoyo tácito de los que quieren gobernar a partir del año que viene.
Con toda humildad, desde el acompañamiento diario a los que están en la cuneta por haberse quedado sin trabajo, desde el Programa Diocesano de Empleo de Caritas, como cristianos comprometidos con los empobrecidos, nos atrevemos a exigir reflexión y consenso social, para que mejore el panorama con tan graves injusticias. Y esta reflexión deberán hacerla los que gobiernan y los que aspiran a gobernar, los empresarios –los honestos y los que no lo son tanto- y los representantes de los trabajadores, los que tienen empleos estables y los que están en precario o en la economía sumergida, los que nunca trabajan y los que trabajan demasiado, los jubilados y los jóvenes. De lo contrario va a ser difícil desbloquear la situación y que se reparta mejor la riqueza.
En nuestro país el debate sobre la redistribución del empleo, es una cuestión que está prácticamente sin plantear. Nadie habla con contundencia de trabajar menos, para que puedan trabajar todos los que lo deseen. Al contrario recientemente resonó la idea contraria, por parte del representante de los empresarios, diciendo que habría que trabajar más y cobrar menos, para salir de la crisis.
En los países de nuestro entorno que tienen unas tasas de paro menores que las nuestras, no se hacen las jornadas de trabajo tan largas como aquí, está muy extendida la media jornada, se facilitan las excedencias voluntarias, se protege la maternidad, no se conocen los niveles de economía sumergida de nuestro país y está bien establecida la renta mínima garantizada, entre otras diferencias.
Si no trabaja una de cada cuatro personas, algo tendrán que hacer los otros tres que sí lo hacen, en solidaridad con ese trabajador que quiere y no puede trabajar. La solución a corto plazo debe ser el subsidio por desempleo, pero a medio plazo se está viendo que no es la solución y además con la crisis se va restringiendo para reducir el déficit público. Parece lógico pensar que el reparto del tiempo de trabajo puede aportar algo de luz y esperanza para tantas familias en las que nadie aporta ningún salario decente y que malviven con las ayudas de servicios sociales y las organizaciones caritativas.
La Doctrina Social de la Iglesia es muy rica en textos que alertan sobre el difícil equilibrio entre productividad y trabajo decente. Juan Pablo II en los albores del presente siglo, ante la Academia de las Ciencias Sociales decía “actualmente el conflicto entre capital y trabajo presenta aspectos nuevos y preocupantes: los progresos científicos y tecnológicos y la mundialización, exponen a los trabajadores al riesgo de ser explotados por los engranajes de la economía y por la búsqueda desenfrenada de la productividad”.
Más pronto que tarde, nuestra sociedad deberá abordar el debate sobre el reparto del tiempo de trabajo, si no queremos profundizar más en un mal asistencialismo que perpetua la pobreza, en lugar de apostar por la dignidad inalienable de cada persona, que pasa por favorecer que se pueda ganar la vida trabajando.
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