Rafael Fernando Navarro, El Plural
Parece que la venida del Papa a España sólo debemos cuantificarla en cifras económicas. Tanto ha costado, tanto reditúa y en consecuencia la cuenta de resultados es favorable u onerosa. Es razonable esta visión económica, pero me parece absolutamente incompleta si la circunscribimos a datos contables. Más allá del dinero, es preciso indagar si podemos anotar resultados más hondos, de mayor profundidad.
Hay que preguntarse si los mensajes emitidos por el Papa son un revulsivo para una sociedad cargada de problemas, necesitada de alguien que aporte rebelión suficiente para colocar al hombre en su sitio, por encima de la economía, de la injusticia, de la esclavitud ejercida por una minoría sobre una mayoría crucificada y sin resurrección posible. A falta de líderes políticos, exigimos de la Iglesia una actitud profética.
Rouco Varela habla del ADN católico impreso en los genes españoles. Se es español en la medida en que se incorpora ese ADN a la propia vida y en consecuencia… ¿Y en consecuencia qué? Pues se es católico practicante: se cumple con el mandamiento de la misa dominical, no se desea la mujer del vecino, no se nombra a Dios en vano, se permanece virgen hasta la blancura nupcial de una novia y así hasta diez mandamientos que forman el código cosificado de una religión que no es vivencia, que carece de dinamismo y que se limita a un estar ajeno al ser. La diferencia verbal es decisiva para que entrañe un compromiso o simplemente se limite a una capa exterior y decorativa.
El mensaje del Papa coincide con Rouco. Miles de peregrinos han sentido la emoción de verlo en fracciones de segundos. Y esa visión les ha llenado de emoción hasta el llanto, de escalofrío vital porque les ha sonreído el Dios en la tierra, porque han experimentado un adelanto del cielo en este valle de lágrimas. Habían llegado con antelación suficiente para hacer turismo, para comer barato, para viajar por Madrid a bajo precio, para visitar museos gratis o cumplir el sueño feliz de ver el Santiago Bernabeu. Multitud de monjas envueltas en burkas de franela soportando el calor por el bien de las almas, testificando con su virginidad la existencia de un dios necesitado de vestales, sacerdotes que por tocar la guitarra creen que la Iglesia es contemporánea del hombre del siglo XXI.
No los hemos visto reunidos para denunciar la injusticia del mundo, no nos han demostrado su indignación ante los potentados que han aportado dinero para esta visita, no los hemos oído gritar el hambre del tercer mundo, no se han puesto decididamente de parte de las mujeres maltratadas, maltratadas incluso por una Jerarquía que las arrincona y expulsa a las afueras de la historia. No han condenado al Arzobispo de Granada que asegura que la mujer que aborta no puede quejarse si un hombre cualquiera la viola. “Esta es la juventud del Papa” gritaban. Da pena esa juventud dedicada al griterío celestial, pero griterío hueco y voz impostada de impostura.
Los discursos del Papa han reafirmado esa visión espiritualista, autoritaria, dogmática, acientífica y contracientífica, de dominio de las conciencias, vertical hasta el punto de que nadie tiene libertad para ahondar en el misterio del hombre y del mundo, excluyente porque fuera del esta visión hermética no hay salvación, encerrando la muerte en la decisión de un dios externo que, como verdugo, señala el momento del descalabro final del tiempo, el amor inadmisible por homosexual, la sexo como factor exclusivo de procreación condenando el placer que acompaña a la entrega íntima de la expresión amorosa.
“No os avergoncéis de ser cristianos”, ha dicho el Papa. Pero no ha exigido a la juventud una rebelión que ponga al mundo en camino hacia la justicia, hacia una distribución equitativa de los bienes, hacia una igualdad que salve las distancias entre pobres y ricos. No ha empujado con sus palabras a una lucha para situar a la mujer en el lugar que le corresponde dando ejemplo de una asunción del deber de la Iglesia de aceptar la grandeza que como criatura le ha sido otorgada.
Más allá del dinero, uno esperaba una exigencia de compromiso por encima de un decálogo ritualmente ejercido. Era urgente un dinamismo esforzado en alumbrar un mundo en crisis donde los pobres se mueren de hambre, de pena, de desesperanza. Más allá del dinero, sólo he visto una Iglesia desfilando hedonísticamente frente a sí misma.
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