Unas elecciones representan el reconocimiento y la actualización de una
relación ética y moral entre electores y elegidos, cuyo fundamento es la
dignidad inviolable de toda persona que los gobernantes se comprometen a
salvaguardar y acrecentar usando la verdad y el derecho. Cuando la verdad y el
derecho sustentan a la acción política surge la justicia y fructifica la paz.
Así, dignidad inviolable de toda persona, verdad, derecho, justicia y paz son
los valores que garantizan el bien común. Cuando alguno de ellos es violado o
transgredido todo el sistema se derrumba y el gobierno pierde su legitimidad.
A esta relación moral podemos llamarla espiritualidad de las elecciones y
de la acción política. No es una espiritualidad cristiana, que para nosotros es
vida según el Espíritu, es laica, pero no podemos negar que es manifestación
del Amor de Dios, pues todo lo que afirma la dignidad humana pertenece de suyo
a la misericordia de Dios, aunque los actores no le reconozcan, y abre el
camino al encuentro definitivo con Él.
En el editorial del nº 1528 de Noticias Obreras hablamos de la crisis
institucional y moral que padecemos. Esta crisis provoca que estas elecciones
generales se celebren en un contexto en el que todo se ha hundido. No hay
dignidad humana inviolable, hay unidades de producción y consumo, muchas de
ellas inutilizadas e inservibles por y para «los mercados». No hay verdad, la
verdad que brota del reconocimiento de la dignidad humana y convierte en
humanas las relaciones políticas y sociales, más bien impera la mentira y el
engaño como norma política. No hay derecho, hay leyes injustas y decisiones
arbitrarias. No hay justicia, hay millones de parados, empobrecidos y desahuciados
por el dictado de «los mercados» y la complicidad de los gobiernos. Y no hay
paz, como personas estamos permanentemente en riesgo; como sociedad,
continuamente amenazados.
Si los partidos en sus campañas no empiezan por reconocer esta situación y
su culpabilidad en ello, si no piden perdón como primer paso para restituir la
verdad en sus relaciones con los ciudadanos, ¿cómo podemos creer que reconocen
la dignidad de toda persona como el principio que fundamenta su acción
política, que no mienten ni van a mentir si gobiernan, que van a proceder según
el derecho, que sus promesas de justicia son cabales…? Y si no tenemos esta
creencia, ¿cómo podemos votarles?
Puede que los partidos y los políticos actúen de espaldas a la dignidad de
la persona, pero nosotros, ciudadanos, ¿actuamos en coherencia con esa
dignidad?, ¿exigimos que se nos reconozca? Más bien pedimos cosas, queremos
tener más. Así terminamos enfrentados contra unos partidos que, presionados por
los mercados y por su ineptitud, no pueden dar más; contra una ciudadanía que
está convencida de que ser es tener. El conflicto no es moral ni ético, es
puramente comercial y cuantitativo, por eso tiene difícil salida.
El camino no es alejarse de la política, dejar de votar y de participar.
Eso no conduce a nada. El camino es precisamente el contrario: tomar partido
hasta mancharse. Partido por la dignidad humana; partido por la verdad y el
derecho; partido por la justicia y la paz. Tomar partido así es vivir,
cultivar, difundir y exigir estas virtudes ciudadanas y estos valores
políticos. Tomar este partido es comprometerse a crear una nueva cultura en la
que pueda fructificar el nuevo hombre, varón y mujer, pues «es propio de la
persona humana el no acceder a su plena y verdadera humanidad sino a través de
la cultura» (GS. 53). Y si esto es así, el papel y la responsabilidad que la
Iglesia tenemos en esta tarea es fundamental. Juan Pablo II nos dijo que «Una
fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente
pensada, no fielmente vivida» (Carta de fundación del Consejo Pontificio de
la Cultura. 20 de Mayo de 1982).
La política se ha pervertido y los gobiernos se han convertido en
podaderas. Liberar a la política es el reto que nos aguarda.
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