Para orar necesitamos silencio. Silencio exterior, ausencia de ruidos y
de cosas que nos distraigan y nos ocupen. Y silencio interior, dejar nuestros
pensamientos y preocupaciones, acallar nuestras imaginaciones, nuestros planes
y ganas de hacer cosas. Hemos de dejarlo todo y entrar, desnudos, al encuentro
con el Señor, para poder comunicarnos con él, y no con nosotros mismos, o con
nuestras cosas, o nuestros pensamientos. Hemos de renunciar a pensar, en ese
espacio de tiempo, para escuchar a Dios y comunicarnos con él. Tenemos que
dejar que él nos hable, y sea él quien dirija nuestro encuentro y comunicación
con él.
Necesitamos serenidad, paz, desinterés, y gratuidad. Vamos a la oración
no porque queremos conseguir algo, sino porque queremos encontrarnos con el que
amamos y sabemos que nos ama. En la oración renunciamos a mandar nosotros y
dejamos que mande Dios. Nos fiamos de él. Sabemos que estamos en buenas manos.
Y hemos de darnos cuenta de que, si vamos a orar, es porque él nos ha llamado.
Y no se trata de una serenidad solamente sicológica, sino de algo más
profundo. Una serenidad que nace de ser coherentes con lo que creemos,
serenidad que nace de cumplir la voluntad de Dios o de poner toda nuestra
fuerza en cumplirla, de estar totalmente comprometidos en hacer que su Reino
sea una realidad en este mundo, es la
serenidad del amor.
Para encontrar un poco de paz nos puede ayudar el saber relajarnos,
colocarnos en una postura cómoda, y procurar relajar todos los miembros de
nuestro cuerpo. Puede ayudar el yoga para encontrar el silencio interior. No
para llegar al “nirvana”, sino para encontrarnos con Dios.
Nos damos cuenta de que orar no es reflexionar, sino escuchar y
comunicarnos con Dios. Lo que sí nos puede ayudar es leer y contemplar un texto
evangélico, la lectura y meditación de la Palabra, relacionándola siempre con
la vida; y no queriendo encontrar lo que a nosotros nos conviene, o lo que
coincide con nuestras ideas. No queremos utilizar la Palabra de Dios para
nuestros intereses.
Otra forma de orar es: mirar nuestra vida y la vida de la gente con los
ojos de Dios, desde la fe, a la luz de la Palabra, pararse y dedicar un rato a
ver y a “reconocer” la acción de Dios en el mundo y en las personas. Darnos
cuenta de cómo Dios está presente y cómo va actuando en el mundo y en la vida.
Ya sabemos que la oración más importante es la celebración de la
Eucaristía, relacionándola con la vida, con el mundo concreto en que vivimos,
bien preparada, bien comprendida.
Es importante que nos acostumbremos a hacer oración, es decir, que
adquiramos un hábito, que elijamos el lugar, la hora y la forma que más nos
puede ayudar, y que seamos fieles a esa práctica, no hacerla sólo cuando nos
gusta, o cuando nos encontramos bien, o cuando tenemos alguna necesidad muy
grande: Enfermedad, desgracias, situación económica... Oramos porque queremos
tratar con aquel que sabemos que nos quiere y que es nuestra vida. No comemos
sólo cuando tenemos apetito. Comemos porque estamos convencidos de que si no lo
hacemos nos morimos. Así debe ser también la oración.
Leer: Mateo 6,5-15
CUESTIONARIO
- ¿Cómo es mi oración?
- ¿Dejo que el Señor haga lo que quiera cuando oro?
- ¿Hago la oración para conseguir algo, o porque creo y amo de verdad al Señor y a las personas?
- ¿Tengo hábito de oración?
- ¿Qué le falta a mi oración?
Pepe Lozano, consiliario diocesano de la HOAC
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