En ocasiones no es cuestión de ideología, sino de líneas rojas. Las mías fueron traspasadas ayer con la decisión de negar a los inmigrantes en situación irregular el
derecho a la salud.
El Gobierno
justifica su decisión en el ahorro de 500 millones de euros del gasto sanitario.
Eso es, sencillamente, imposible de saber. En primer lugar, el número de
extranjeros que residen irregularmente en nuestro país es enormemente vaporoso.
En segundo lugar, la imposibilidad de ser atendidos en la red de asistencia
primaria podría llevar a muchos de ellos a recurrir a los servicios de
urgencias, que ya actúan por encima de sus posibilidades. En tercer lugar, la
‘desaparición’ sanitaria de una población de esta envergadura puede generar
problemas de salud pública cuya resolución compense en gran medida el ahorro
que se pretende hacer ahora. Un ejemplo: España es en este momento uno de los
países desarrollados con mayor número de enfermos de tuberculosis, una
enfermedad con variantes extremadamente peligrosas que se concentra en algunos
grupos de población inmigrantes.
El recurso al argumento
del ‘turismo sanitario’ es una infamia. Como demuestran todos
los trabajos serios que se han asomado a este asunto, la mayor carga relativa
de los extranjeros para nuestro sistema de salud tiene apellidos alemanes,
británicos y franceses, no latinoamericanos o africanos. Es una consecuencia
simple de la edad de los inmigrantes irregulares y de su temor a exponerse a
cualquier tipo de autoridad. Y si no pagan más impuestos (porque contribuyen
con los indirectos, señora Ministra) es porque nosotros se lo impedimos.
Estudios sobre el coste de la rigidez del sistema migratorio en el Reino Unido
demostraron que el Estado perdía más de 1.000 millones de libras anuales al
mantener en la irregularidad a una población de trabajadores más pequeña que la
nuestra.
Ningún ahorro económico compensará el modo en el que esta
medida envilece a nuestra sociedad y a nuestras instituciones públicas. Estamos convirtiendo en un infierno de incertidumbre y vulnerabilidad la vida de cientos
de miles de hombres, mujeres y niños que llegaron a nuestro
país para trabajar y prosperar. Seres humanos que conviven con nosotros, a
menudo en nuestras propias casas, padecen una ciudadanía de tercera clase.
La medida es cobarde porque se dirige contra aquellos que
no pueden defenderse. Por eso es
absolutamente esencial que quienes tenemos la capacidad de levantar la voz lo
hagamos ahora. La oposición debe expresar con claridad lo que
esto significa. La Conferencia Episcopal no puede mantener por más tiempo esta
tibieza bochornosa (son sus propias organizaciones y fieles los que trabajan en
las trincheras de la política migratoria, defendiendo la dignidad de nuestras
comunidades). Los médicos, los enfermeros y enfermeras, el personal de
administración de los centros de salud: rebélense
contra esta medida. Niéguense a cumplir una ley que atenta
contra la naturaleza de su profesión.
No permitamos que esto ocurra. No admitamos la derrota
del sentido común y de la compasión en nuestras conversaciones en el trabajo,
en los colegios de nuestros hijos, en las reuniones con amigos. No aceptemos que, tratando de no ser
una sociedad pobre, nos estamos transformando en una sociedad estúpida y cruel.
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