Entre los muchos ríos de tinta que corren desde que comenzó a despuntar la grave crisis del sistema financiero que hoy padecemos, aunque no todos de igual manera ni con el mismo grado de responsabilidad, existía una cierta unanimidad, explícita o implícitamente reconocida, a la hora de analizar sus causas y también a la de apuntar posibles soluciones para salir de ella y evitar que volviera a ocurrir algo semejante en el futuro.
Existía unanimidad para reconocer que tras el aumento de los precios del petróleo, producido entre otras causas por el traslado de capitales hacia mercados de futuro, el aumento del precio de los alimentos en el que algo tienen que ver los desastres medioambientales y el uso de ciertos alimentos como el maíz, la soja, el trigo o la caña de azúcar para sustituir el petróleo por biocombustibles, y sobre todo el estallido de la burbuja financiera cuyo origen hay que situar en la hipotecas basura procedentes de EE.UU, lo fundamental de la crisis estaba según palabras del entonces Comisario europeo de Asuntos Económicos Joaquín Almunia en “la codicia”, que el Diccionario de la lengua española de la Real Academia define como “afán excesivo de riquezas”
También existía una cierta unanimidad en que para evitar algo parecido en el futuro eran precisos cambios y en ese sentido se apuntaban la supresión de paraísos fiscales, la necesidad de que así como se regula el salario mínimo también se regulara el límite de los salarios máximos, la necesidad de valorar el ahorro por encima del consumo, además del control público de la economía y las finanzas o lo que es igual el sometimiento de la economía a valores éticos para conseguir de esta manera que ésta estuviera al servicio de las personas y no al revés. En definitiva se apuntaba a que la crisis nos permitiera avanzar en el sentido de cambiar las estructuras económicas y financieras del mundo capitalista y buscar nuevas reglas que permitieran un modelo distinto.
Y por supuesto había unanimidad en que la crisis no la habían generado ni los sindicatos, ni los trabajadores, ni la economía productiva, sino que provenía del propio sistema financiero y de sus gestores.
Sin embargo conforme ha ido pasando el tiempo esa unanimidad va desapareciendo y por el contrario surgen motivos de preocupación al observar que algunas de las actuaciones y sobre todo algunas de las soluciones que se proponen van en la dirección contraria de lo que en un principio se pedía.
Ya de entrada fue preocupante, y así lo constató el propio Presidente del Parlamento europeo, que la primera medida anticrisis fuera inyectar dinero (dinero público, por supuesto) a los bancos cuando con bastante menos de lo que se inyectó en aquel momento se podía evitar la pobreza extrema en el mundo. Causaba extrañeza tanta generosidad y rapidez en este caso cuando para lo otro había reservas y plazos.
Continua siendo preocupante oír voces críticas a cualquier insinuación de que cuando acabe la crisis los bancos deberán reintegrar el dinero público que se les dio para tapar los agujeros de su mala gestión, siendo de todos conocido que por el contrario su práctica habitual es exigir hasta el último céntimo de los préstamos hipotecarios, por poner un ejemplo.
Y el colmo de todo lo que comentamos lo constituye el descarado y frenético intento de, en vez de reformar el sistema que ha posibilitado la crisis más grave que le ha tocado padecer a la presente generación, dejarlo tal cual está y en cambio reformar el mercado de trabajo para que, al salir de la crisis con la ayuda de todos, los que más la han padecido salgan más debilitados y más desprotegidos. Otra vez, y van…, si alguien no le pone remedio, los que la arman se van de rositas y los que más padecen serán los paganos de la situación.
A más de uno le habrá llamado la atención el título de esta reflexión, pero también habrá muchas personas que lo compartirán con el mismo asombro que quien firma estas líneas. A ver si no: insaciables en su codicia, arman un lío de proporciones globales sin consecuencias penales; en vez de pagarlo ellos con el dinero que codiciosamente han almacenado, lo pagamos entre todos; y en vez de cambiar el sistema, su sistema, que ha permitido esos excesos, ahora pretenden abaratar los despidos, sustituir los convenios colectivos por acuerdos empresa-trabajador (¿quién será así el más fuerte?), prolongar la vida laboral y el período de cómputo para el cálculo de las pensiones, por no hablar de contratos sin derechos para jóvenes, que afortunadamente sólo quedó en una nada graciosa ocurrencia,….
Lo dicho. A la vista de lo bien parados que, si alguien no lo impide, van a salir después de la que han armado, tontos serían si no armaran una igual o parecida cada diez o quince años. ¡Al tiempo!
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