Las instituciones no son sólo ni principalmente unos medios para conseguir
unos fines que podemos usar a nuestro antojo. Son fruto y depósito de un
patrimonio moral construido en el devenir de la historia humana que deben
conservar y ampliar, y constituyen la realización práctica del desvelo de muchas
personas que se preocuparon por construir un mundo mejor y más justo. Son como
el termómetro moral de la sociedad, y sus responsables prototipos de esa
moral.
«El espíritu» de las instituciones podemos entenderlo meditando despacio este
texto de Juan XXIII: «El orden vigente en la sociedad es todo él de naturaleza
espiritual. Porque se funda en la verdad, debe practicarse según los preceptos
de la justicia, exige ser vivificado y completado por el amor mutuo, y, por
último, respetando íntegramente la libertad, ha de ajustarse a una igualdad cada
día más humana». («Pacem in terris», 37). Este carácter exige que su utilización
sea coherente con su espíritu, que no deteriore su espíritu, lo que da una gran
importancia al qué se hace y al cómo se hace, que siempre deben estar dentro del
marco de referencia del espíritu de la institución
La reforma de la Constitución, tanto el contenido como la forma en que se ha
hecho, constituye el mayor atentado a las instituciones que se ha perpetrado en
la historia de nuestra democracia. El contenido, porque forzar a la Constitución
para que recoja que el pago de la deuda «gozará de prioridad absoluta» es lo
mimo que decidir instalar un prostíbulo en un colegio, una inmoralidad absoluta.
La forma, deprisa, impuesta, sin razonar y eludiendo la participación ciudadana,
porque ha situado a la Constitución al nivel de cualquier decreto que se
promulga y deroga sin más trascendencia, despojándola de la solemnidad de ser
nuestra norma suprema.
Si hemos llegado hasta aquí es porque nos hemos acostumbrado a un uso espurio
de nuestras instituciones que ha deteriorado y cambiado la imagen de los tres
poderes del Estado
El Ejecutivo, nuestro Gobierno, se ha ganado la imagen de no tener coherencia
alguna en su quehacer. Sumiso con los poderosos y altanero con los débiles, como
marioneta en manos de no sabemos qué intereses ni poderes, decide y explica sus
decisiones con los mismos argumentos que usa para hacer todo lo contrario, y
ello sin inmutarse, sin tener en cuenta el compromiso moral que le une con los
ciudadanos que le votaron para hacer justamente lo contrario.
El Legislativo, nuestro Parlamento, que incluye a los partidos políticos,
está tan desprestigiado que exige una profunda reforma en su constitución y
funcionamiento para desterrar la imagen de unos diputados que, salvo honrosas
excepciones, aparecen secuestrados por sus partidos, sin relación con sus
electores y con la sola obligación de mirar el dedo que le indica lo que deben
votar. Y una oposición cuyo mayor interés y preocupación es qué decir y hacer,
no importa que sea verdad o mentira, para ganar las próximas elecciones y no
para solucionar los problemas que tenemos.
El Judicial, acusado y acosado en cada proceso y sentencia que dicta, tiene
la imagen de estar compuesto por jueces, fiscales y magistrados a sueldo de sus
mentores y no por garantes del cumplimiento de nuestras leyes. Se dice que
tienen una ideología que tratan de imponer con sus sentencias.
El desprestigio de las instituciones es una catástrofe social y política
porque la inmoralidad que representa el uso que se hace de ellas es la misma que
nos hace permanecer impasibles ante la injusticia, y ello produce víctimas, lo
pobres, que nunca verán recogida en la Constitución que la erradicación de la
pobreza gozará de prioridad absoluta.
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