La Iglesia, recreada continuamente por la Eucaristía en su condición de «sacramento universal de salvación», está llamada a manifestar y realizar el misterio del amor de Dios al hombre en lo concreto de la historia. (cf. GS 45). En la Eucaristía, «el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros» (DCE 14). San León Magno afirmaba de forma gráfica: «La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos» (Sermón 63). Y en otro sermón añadía: «La devoción que más agrada a Dios es la de preocuparse de los pobres» (Sermón 10). Si la Eucaristía es el pan de los pobres, el viático para los peregrinos, ¿cómo olvidar o menospreciar a los pobres en el momento de su celebración?
El «carácter social» de la «mística» del Sacramento se expresa tanto en la misión como en la acción social y caritativa de la comunidad eclesial y de cada uno de sus miembros. «En el "culto" mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma.» (DCE 14)
La fracción del pan y la koinonía
La fracción del pan y la koinonía se postulan mutuamente. La comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo es comunión con todos aquellos por los que él entregó su vida. ¿Cómo vivir la alianza con el Señor y dejar de lado a los necesitados? Ya en el Antiguo Testamento se nos dice que Dios no quiere que haya pobres en su pueblo, en el pueblo de la alianza, y si los hay los demás deben estar dispuestos a vivir una real solidaridad con ellos (cf. Dt 15, 1-11).
El pan eucarístico nos muestra que todos vivimos del don y de un don compartido, como he indicado al hablar de la comunidad primitiva. Apropiarse los bienes espirituales y materiales es ruptura de alianza, pecado. La koinonía, tal como se presenta en el Nuevo Testamento, no se limita a los creyentes, pues el Señor quiere reunir a todos en torno a la misma mesa. San Pablo descalificó con energía las asambleas eucarísticas, marcadas por la división y menosprecio de los indigentes: «El resultado de esas divisiones es que la cena que tomáis no es ya realmente la cena del Señor... ¿Por qué menospreciáis la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen nada?... Así pues, cualquiera que come del pan o bebe de la copa del Señor de manera indigna, comete un pecado contra el cuerpo y la sangre del Señor.» (1Cor 11, 17-34)
Pero el compartir fraterno que brota de la fracción del pan no se reduce a compartir algunos bienes materiales y espirituales. Es preciso compartir la existencia entera de los hombres, como enseñó el Concilio Vaticano II:
Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente intima y realmente solidaria del género humano y de su historia. (GS 1)
La fracción del pan ha incluido siempre la solidaridad y el compartir fraterno de los bienes materiales; pero también el compartir de los bienes espirituales, así como las luchas y pruebas de la vida. Es preciso compartir también el trabajo y las luchas de los hombres para preparar el material del reino de Dios. El Espíritu no sólo transforma los elementos provenientes de la tierra y del trabajo de los hombres, sino que transforma el grupo humano en verdadera comunión.
El sacramento de la comunión nos estimula y urge a superar la misma solidaridad, para adentrarnos en la dinámica propiamente cristiana de la comunión. Juan Pablo II afirmó en la encíclica SRS: La solidaridad nos ayuda a ver al « otro » -persona, pueblo o Nación-, no como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un « semejante » nuestro, una « ayuda » (cf. Gén 2, 18. 20), para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos.
Y después de recalcar que la «solidaridad es sin duda una virtud cristiana.» añadía:
A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuestos al sacrificio, incluso extremo: « dar la vida por los hermanos » (cf. 1 Jn 3, 16). (SRS 39-40)
La Eucaristía, en una sociedad plural e intercultural, debe ser un signo de la unidad que Dios quiere para la familia humana. En este sentido la celebración del sacramento de la unidad está llamada a reunir a hombres y mujeres de los diferentes pueblos y culturas que se encuentran en un lugar y espacio determinado. La Eucaristía puede y debe ser un signo e instrumento de la verdadera integración del inmigrante en nuestro pueblo y sociedad. Un signo profético, pues el creyente que viene de otra cultura y pueblo, se sienta en la mesa eucarística como un hermano, al que me entrego y al que recibo para enriquecernos y complementarnos mutuamente. La Eucaristía nos habla de comunión de personas en Cristo y no de absorción o asimilación en función de unos intereses funcionales de los inmigrantes. La pastoral de lo inmigrantes entiendo que debe ser repensada continuamente a la luz de la cena del Señor, en la que los discípulos quedan unidos en el cuerpo y la sangre de Cristo, quedan constituidos en su cuerpo, pues se alimentan del mismo pan.
Conversión y transformación de la realidad
Como ya he indicado la tensión escatológica de la Eucaristía introduce a los participantes en la lógica del don de sí a Dios y a los demás, lo que supone adentrarse en el dinamismo de la conversión. Seguir a Jesús en el don de él mismo no puede hacerse sin un salir de uno mismo, sin un vivir con seriedad y alegría la libertad del amor, por la que nos hacemos siervos y esclavos de los demás. La conversión consiste en hacerse junto con Jesús en buen pan para los hambrientos de pan, justicia y dignidad.
Ahora bien, la auténtica conversión lleva parejo el compromiso de transformar la realidad de acuerdo con el proyecto de Dios. El deseo de que exista una verdadera comunión entre los hombres y los pueblos, que se establezcan verdaderas relaciones de paz y justicia, de reconciliación y solidaridad. La persona realmente eucarística se compromete a eliminar las «estructuras de pecado» e injusticia, pues se siente urgida a transformar en vida lo que celebra en el altar. La Misa nos reenvía al mundo para prolongar en la historia el verdadero culto razonable, esto es, la transformación de la mente, del obrar, de las estructuras y de la creación entera, para alumbrar unas nuevas relaciones entre los pueblos y las personas.
En una sociedad donde prevalece el principio de la competitividad, la persona eucarística trabajará para que el principio de la comunión rija las relaciones sociales, culturales y económicas. En efecto, cuando se instaura en la sociedad el principio de la competitividad (es muy diferente hablar de la competencia con que las personas deben llevar a cabo su misión y trabajo), se generan relaciones de fuerza y poder, donde los más débiles llevan las de perder.
En efecto, el principio de la competitividad, que ha llegado a ser la norma del progreso y del crecimiento, es contrario al «humanismo integral», pues exalta a los fuertes y poderosos; favorece el aumento de los excluidos en nuestro mundo; estimula el individualismo y destruye el sentido de la comunidad y de la fraternidad. Hace perder el sentido de la gratuidad y de la verdad, para propiciar la lógica del oportunismo, del consumo y de la evasión. La Eucaristía recuerda que los más fuertes han de cargar con las flaquezas de los más débiles. «Allí donde se comparte, nadie vive en la necesidad; donde reinan la avaricia y el egoísmo, todos estarán continuamente en la necesidad, puesto que nada llega a satisfacer a las personas egoístas.»
Pero todo esto no es algo espontáneo y exige un trabajo incansable de la parte de los discípulos de Jesús, que sigue diciéndonos: «Dadles vosotros de comer... Haced que se sienten en grupos». Los discípulos recibieron de las manos de Jesús los panes y los peces para distribuirlos entre la gente hambrienta. La Eucaristía tiene un gran potencial crítico, social, político y religioso, ya que pone en tela de juicio cualquier situación que se oponga al Reino de Dios.
La nueva «imaginación de la caridad» nacida de la Eucaristía
La Eucaristía se ha presentado, con toda razón, como el pan de los pobres. Todos somos pobres ante el Señor, que nos da su «maná» para el camino de la libertad. La nueva imaginación de la caridad, planteada a la luz de la Eucaristía, debe hacer posible, a mi entender, que los cristianos descubran que no hay verdadera libertad para el mundo mientras haya víctimas de la injusticia y de la opresión. El camino de la libertad es preciso andarlo juntos, pues sólo en el seno del pueblo libre crece la libertad de la persona. Pero esto supone compartir las alegrías y las penas con un profundo sentido de fraternidad. El individualismo y el egoísmo se oponen de forma radical al dinamismo de la Eucaristía, una mesa compartida para vivir el dinamismo de la alianza, para que no haya excluidos o marginados en la vida.
Ahora bien esto supone ponerse al ritmo de los débiles y frágiles y no de los fuertes y poderosos. San Pablo era muy consciente de esto, cuando pedía a los fuertes cargar con las flaquezas de los débiles. Es una exigencia de la familia que quiere realizarse como tal familia. Y esto es válido tanto a nivel de las familias como de los pueblos y culturas. Cuando se privilegia el crecimiento de los grandes a costa de los débiles, aparecen las crisis y las violencias. Es una constatación de la historia de los pueblos y del pueblo de Israel. La celebración eucarística nos interpela para ser compañía de los desvalidos y vulnerables en nuestra sociedad y en el mundo.
Una dimensión importante del que comparte la vida de los pobres, es que asume y desarrolla un estilo profético de vida y acción. Denuncia la injusticia y sostiene la esperanza de los hombres y mujeres cansados y vejados. «Gracias al Misterio que celebramos deben denunciarse las circunstancias que van contra la dignidad del hombre, por el cual Cristo ha derramado su sangre, afirmando así el valor tan alto de cada persona». «El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las situaciones indignas del hombre.» (S C 90). La denuncia profética alentada por la Eucaristía se ha de traducir en un estilo de vida pobre, en acción solidaria y en instituciones donde los pobres puedan afirmar su dignidad personal.
Sentarse con los pobres en torno a la misma mesa.
Si la Eucaristía nos hace entrar en el amor cercano y compasivo del corazón de Cristo, en sus entrañas de misericordia, será preciso que hagamos posible que las muchedumbres hambrientas y sedientas de pan, de dignidad y de Dios, accedan también a la mesa eucarística. Jesús en la Eucaristía nos asocia a su compasión por el hermano y la hermana, en particular por los más débiles y necesitados. Esto supone renovarse en el amor y servicio a los pobres, pues se olvida con frecuencia que Dios ha querido revelarse a los pequeños y sencillos, que ellos son los más dispuestos a responder a la invitación del Señor, que nos preceden en el reino de Dios, si no nos abrimos con la misma sencillez de ellos a la Palabra que invita a unos y otros a la conversión.
Esto supone servir a los pobres desde la sencillez, humildad y pobreza, pues el «Doctor de la comunión y el servicio» quiere seguir sirviendo a través nuestro desde el el último lugar. Para ello es preciso desterrar el paternalismo y reconocer en el rostro, a veces tan desfigurado de los pobres, el rostro mismo del Crucificado, un reflejo del misterio trinitario. Por ello, quien ama y sirve en la fe a los pobres contempla, escucha y sirve en ellos al pobre, como decía san Vicente Paul. No porque los pobres sean mejor que los otros, sino porque Cristo ha querido identificarse de modo particular con ellos. En ellos hay una presencia real de Cristo, una presencia sacramental, en cierto modo, como en la Eucaristía.
Como anticipo del banquete del reino de los cielos, la celebración eucarística no expresa toda su verdad si dejamos a los pobres en el umbral del banquete eucarístico. Cuando esto sucede no deberíamos plantearnos la cuestión si no estaremos haciendo de la fe una religión un tanto burguesa. En ese caso la Eucaristía pierde su fuerza profética. Dios da el pan bajado del cielo para que todos vivan por él, para que todos caminen en la verdad y la libertad, para que la comunidad eucarística sea un signo profético en medio de un mundo.
Sembrar de nuevo las semillas del Reino de Dios en la historia.
En ocasiones existe como una dicotomía entre el servicio, el anuncio explicito del Evangelio y la celebración litúrgica. Benedicto XVI ha insistido con fuerza sobre la necesidad de superar esta dicotomía. «La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (Kerigma-martyria), celebración de los sacramentos (Leiturgia) y servicio de la caridad (diakonía). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia.» (DCE 25)
La acción social y caritativa, por tanto, si es auténtica debe inscribirse en el horizonte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Por otra parte, la acción social y caritativa es ya evangelizadora y sacramental, pues a través de ella es como si Dios se sirviera de la comunidad de los discípulos para sembrar de nuevo las semillas del reino de Dios en la historia. Juan Pablo II, en el programa pastoral para nuestro milenio, lo expresa en estos términos:
«No debe olvidarse, ciertamente, que nadie puede ser excluido de nuestro amor, desde el momento que «con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre».
Ateniéndonos a las indiscutibles palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial suya, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. Mediante esta opción, se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia y, de alguna manera, se siembran todavía en la historia aquellas semillas del Reino de Dios que Jesús mismo dejó en su vida terrena atendiendo a cuantos recurrían a Él para toda clase de necesidades espirituales y materiales.» (NMI 49)
Solidaridad y comunión
Para concluir estas reflexiones, quiero insistir en el reto que tenemos delante de nosotros: «globalizar la solidaridad» y hacer que la Iglesia sea «casa y escuela de comunión». Pues bien, en el sacramento de la Eucaristía celebramos que Cristo ha derribado el muro de la enemistad y que ha hecho de los pueblos irreconciliables un solo pueblo, donde ya no hay griego y judío, autóctono o inmigrante, pues todos somos uno en el pan partido y compartido. La Iglesia que nace y celebra la Eucaristía es una comunión de personas iguales y diferentes. Por ello el sacramento del altar nos invita a una conversión profunda y un compromiso para transformar nuestro mundo y sostener la esperanza de los hombres en sus búsquedas y luchas. Juan Pablo II escribía en el programa pastoral para el actual milenio:
«Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad, ni con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la misma tensión escatológica del cristianismo. Si esta última nos hace conscientes del carácter relativo de la historia, no nos exime en ningún modo del deber de construirla. Es muy actual a este respecto la enseñanza del Concilio Vaticano II: « El mensaje cristiano, no aparta los hombres de la tarea de la construcción el mundo, ni les impulsa a despreocuparse del bien de sus semejantes, sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber». (NMI 52) La Eucaristía es el alimento que nos posibilita y urge a llevar adelante este compromiso. Gracias.
Fragmento de las II Jornadas Sociales Diocesanas de Madrid "Eucaristía y dimensión social de la fe" (Completo AQUÍ)
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