En una editorial anterior1 nos
referíamos a la situación de las personas refugiadas que llegan o intentan
llegar a Europa y planteábamos que el desgobierno y la indiferencia estaban
agravando dramáticamente la vida de millones de personas. Desde entonces la
situación se ha hecho más escandalosa.
Por ello adquieren más fuerza unas palabras –que
compartimos– publicadas por Cristianisme i Justicia hace unos meses: «Tenemos que considerar
literalmente como criminales aquellas políticas de “seguridad” que tiendan a
blindar fronteras y a levantar muros. Es el momento de la solidaridad activa,
de la búsqueda conjunta de soluciones, y en esto las opiniones públicas de los
países potencialmente acogedores tenemos que ser mucho más conscientes, claras
e insistentes ante nuestras autoridades»2.
El papa Francisco nos recuerda que «todos los días…
las historias dramáticas de millones de hombres y mujeres interpelan a la
comunidad internacional, ante la aparición de inaceptables crisis humanitarias
en muchas zonas del mundo. La indiferencia y el silencio abren el camino a la
complicidad cuando vemos como espectadores a los muertos… Sea de grandes o
pequeñas dimensiones, siempre son tragedias cuando se pierde aunque sea solo
una vida»3. Por eso, insiste repetidamente en la necesidad de
«romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder
la hipocresía y el egoísmo» (Misericordiae vultus, 15).
Lo que muestra la situación de los refugiados en
Europa (aunque no solo en Europa y no solo la de los refugiados, sino también
la de los emigrantes) y las políticas de cierre de fronteras y de
criminalización de las personas que se ven en la necesidad de huir, es la profunda
crisis moral que vivimos. Tanto en la debilidad de las respuestas a las causas
estructurales de las migraciones y de los refugiados, como en las dificultades
personales y estructurales que ponemos para acogerlos, se comprueba la
profundidad de esa crisis, que viene provocada por el olvido de la fraternidad,
de la común humanidad que nos hermana. Necesitamos recomponer la fuerza de la
moral en nuestras vidas, la fuerza de la fraternidad, en lo personal y en lo
social. Por eso es tan radical y tan importante, para encontrar respuestas, lo
que dice el papa Francisco: «Cada uno de nosotros es responsable de su prójimo:
somos custodios de nuestros hermanos y hermanas, dondequiera que vivan»;
nuestra responsabilidad humana es «que se encuentren “en casa” en la única
familia humana».
Sentir así, pensar así, actuar así… es lo que nos
puede ayudar a recomponer la capacidad moral, cuya «prueba del algodón» es
responder compasivamente al sufrimiento de los otros. Quienes, personas o
grupos, sí actúan así (porque en medio de esta crisis son también muchos y muy
importantes los signos de solidaridad y acogida que se están produciendo) nos
muestran el camino que necesitamos recorrer, lo que necesitamos convertir en
criterio de funcionamiento de nuestras sociedades. La pregunta es si estamos
dispuestos a asumir lo que supone, porque la misma falta de fraternidad nos
hace verlo como «costes», cuando en realidad son oportunidades de crecer en
humanidad.
Particularmente en Europa es esencial avivar la
convicción moral de que sin la fraternidad, la libertad y la igualdad son
inalcanzables. Cada comunidad cristiana y todas las comunidades cristianas,
estamos urgidas a prestar en nuestra sociedad el servicio de ser testigos vivos
de ello, desde la convicción de que «en la raíz del Evangelio de la
misericordia el encuentro y la acogida del otro se entrecruzan con el encuentro
y la acogida de Dios: acoger al otro es acoger a Dios en persona»4.
Luego, no hacerlo es rechazar a Dios en persona.
—
2 VIDAL, P. y TORRES, S. Refugiados.
Víctimas del desgobierno y la indiferencia. En www.hoac.es pueden verse otras reflexiones y pronunciamientos sobre esta cuestión.
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