Cuando nos confesamos recibimos el sacramento del
perdón, de la reconciliación, y también se llama de la penitencia. A entender
este sacramento nos ayudan las parábolas que cuenta Jesús en Lucas 15, de la
oveja perdida, la dracma perdida, y sobre todo la del hijo perdido y el Padre
bondadoso. Este sacramento nos plantea la vuelta a la casa del Padre, o, si
estamos dentro de su casa, vivir, con más alegría y amor, nuestras relaciones
con el Padre, con el Hermano Jesús, y con todos los hermanos, es, algo así como
la renovación de nuestro Bautismo.
Este sacramento ¿Cómo entendemos los cristianos?
¿Qué alcance tiene para nosotros?
Se trata de reconciliarnos con nosotros mismos,
aceptarnos como somos, valorar nuestra vida y agradecer a Dios que nos la haya
regalado, aceptar el sentido de nuestra vida y la misión que Dios nos ha
encargado en este mundo, perdonarnos a nosotros/as mismos, aceptar nuestras
limitaciones, debilidades y nuestro pecado. Y todo esto hacerlo con mucha paz,
sin agobio y sin complejos de culpa. No podemos experimentar el perdón y el
amor de Dios, si nosotros nos aborrecemos a nosotros mismos, si no nos
perdonamos a nosotros mismos, si no nos aceptamos como somos.
Se trata de reconciliarnos con los demás,
aceptar a los demás como son, valorar la vida de los demás, tengan una
ideología u otra, sean buenos o malos, creyentes o no creyentes, amigos o
enemigos, interesados o generosos, con muchos defectos y pecados, o muy buenas
personas. Así es como los mira y los acepta Dios. Es imposible que
experimentemos el amor y el perdón de Dios, si no tenemos la experiencia de
amor y perdón a nuestros semejantes. Ya nos enseñó Jesús: “Perdona nuestras
ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”. Un
corazón resentido, rencoroso y amargado, no puede ni recibir, ni experimentar
el perdón y el amor de Dios. Reconciliarse con los demás significa comunicarse
con ellos, colaborar, quererlos…. Veamos
si algo nos separa de los demás, si algo nos impide la vivencia de la
fraternidad con ellos. Posiblemente la humanidad tendrá que reconciliarse con
las mujeres por su situación…
Se trata de reconciliarnos con el mundo,
aceptar el mundo como es, amar el mundo como es, con un compromiso muy fuerte
para que sea como Dios quiere. No hay otro mundo que podamos amar. Y sólo desde
el amor podremos cambiar y transformar el mundo. Dios actúa, día y noche, para
darle la vida y mantener este mundo en que vivimos, y para que el mundo cambie.
No podemos renegar de este mundo, como Dios tampoco reniega de él. No podemos
decir: “Este mundo no tiene arreglo”, “está perdido”…. No podemos recibir el
perdón y el amor de Dios si pensamos que nosotros somos buenos y el mundo en
que vivimos es un asco, una desgracia. Miremos el mundo, la humanidad actual,
con la mirada de Dios, y con el amor de Dios que quiere transformarlo y
salvarlo, y colaboremos con Dios para su salvación, no nos quedemos tranquilos
en nuestra casa.
Se trata de reconciliarnos con la naturaleza, es parte de nuestra vida, es parte de nosotros mismos, es un regalo de Dios, es Dios mismo que se nos regala, a cada momento, a través de ella, como la placenta de la madre que da vida al niño. La naturaleza es el ámbito que Dios ha hecho y está continuamente haciendo, para que sea posible nuestra vida. Hemos de valorar la naturaleza, disfrutarla con agradecimiento y de cuidarla todo lo que podamos. A través de la naturaleza nos encontramos con nosotros mismos y nos encontramos con Dios. Cuando vamos por la vida, hemos de pensar que “el terreno que pisamos es sagrado”. Si no valoramos y cuidamos la naturaleza, no podemos experimentar y disfrutar el perdón y el amor de Dios.
Y, por supuesto, se trata de reconciliarnos con
Dios, que es la fuente de la vida, el origen, contenido y culminación de
nuestra vida y de todo el universo. Hemos de experimentar que Dios nos ama, nos
perdona, nos acepta como somos, que está dispuesto a curarnos de todas nuestras
heridas, y quiere renovar y reconstruir nuestra vida. Y no nos perdona por
nuestros méritos o porque seamos mejores, o más espabilados que los demás… Nos
perdona y renueva nuestra vida, por puro amor suyo, en su Hijo que entregó su
vida por todos: Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito,
para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. 17 Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. Juan 3,16-18.
Confesarse, recibir el sacramento de la
reconciliación, supone entrar en un proceso de reconciliación y
de renovación de nuestra vida, o más bien concebir nuestra vida como un proceso
de reconciliación y de conversión continua, caminando hacia la casa de Padre,
porque ya somos hijos suyos por el Bautismo, ya estamos en su casa, pero
todavía no disfrutamos en plenitud del gran banquete de felicidad que él
prepara para cada uno, y para todos sus hijos. Y ser muy conscientes de que esa
reconciliación, no la podemos hacer por nuestras fuerzas, esa reconciliación es
fruto del infinito amor de Dios que nos la regala cada día, o cada momento.
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