Javier Vitoria
Cristianismo y justicia
De cómo tener ilusiones sin hacerse ilusiones.
Ha sido para mí un honor recibir la invitación de la Fundación Ramón Rubial para participar en esta conferencia; y aceptarla, una gran responsabilidad. D. Ramón siempre me pareció un representante genuino de una minoría ejemplar de ciudadanos/as, tan inexcusable en la lucha contra la dictadura como en la contienda a favor del progreso de la democracia integral, cuyas vidas acreditan la posibilidad de una civilización de la sobriedad compartida. Su recuerdo es hoy una invitación y un estimulo a seguir abriendo caminos de felicidad para todos los seres humanos.
Comparezco en esta mesa como teólogo cristiano. Según W. Benjamin la teología judeo-cristiana es “un enano feo, jorobado e impresentable” cuya colaboración con la política se hace imprescindible, ya que aboga permanentemente por la felicidad de todos, también por la de las víctimas del progreso y de la política. Esta alianza es capaz de regenerar la vida pública para impedir que se tire la toalla de los derechos humanos y ayudarla a saltar sobre su propia sombra hasta replantearse objetivos nuevos de fraternidad, justicia y reconciliación.
«Ciudadanía», «religión» y «democracia» constituyen para muchos tres palabras cargadas de expectativas utópicas que constantemente se estrellan con la dura realidad de la ciudadanía, de la democracia y de la religión, (más concretamente del cristianismo en su versión católica): una democracia demediada, una ciudadanía indolente y ausente y un catolicismo contrarreformista.
1º. La crisis económica que padecemos ha dejado meridianamente claro, si es que todavía había alguna duda, el carácter demediado de nuestras democracias y la supeditación de la política al mercado y “el vasallaje” de los gobernantes democráticos a “los mercaderes”. Parece, por tanto, razonable pensar que cualquier anuncio o promesa universal de libertad, igualdad y fraternidad para el siglo XXI, que no sea un mero brindis al sol, ha de postular la democracia económica (1).
El Estado democrático está hoy amenazado no solo por la injerencia de quienes pretenden representar a Dios. Para que se me entienda: por Mons. Rouco y por Mons. Martínez Camino. Sino también –y sobre todo- por los dos fundamentalismos que más víctimas humanas y más barbarie producen en el siglo XXI: el neoliberalismo que propugna un «Estado ultramínimo» y el mercado global que convierte en realidad mundial la viñeta del Roto: «nos llaman parados pero lo que en realidad quieren decir es población sobrante». Y no deja de sorprenderme, aunque esté curado de espanto, que los representantes socialdemócratas de la vida pública -y los laicistas radicales- se sientan mucho más cómodos contestando y resistiendo a los jerarcas católicos que a los líderes del fundamentalismo neoliberal o a “la hienas” financieras del mercado global.
Tengo la impresión, como nos recuerda Reyes Mate, que estamos a punto de tirar la toalla y renunciar a la tensión existente entre el objetivo político (felicidad o DDHH para todos) y la debilidad de la respuesta política para instalarnos definitivamente en una modesta finitud. Es como si nos hubiéramos dado cuenta de pronto de que esa tensión no nos hace más felices, sino más infelices; que ya basta de cargar sobre nuestros débiles hombros tanta responsabilidad; que hay que renunciar a exigencias mesiánicas en la política; incluso a a universalización de los DDHH.
2º. Esta impotencia de la política viene favorecida y respaldada por la indolencia y el absentismo de la ciudadanía como sujeto político. Comparto con Ulrich Beck la idea de que la situación mundial de la desigualdad es absolutamente prerrevolucionaria, aunque reconozca, como él, que «carece, sin embargo, de sujeto revolucionario, por lo menos hasta ahora» (2). De ahí mi pesimismo ante una propuesta tan seductora y tan razonable como la de mi buen amigo Toni Comín: el socialismo tendrá una nueva oportunidad en el siglo XXI, si renace como socialismo de los ciudadanos.
Entonces será posible que se vuelvan a abrir de manera cierta las esperanzas en otra economía y en otra sociedad más libre, igualitaria y fraterna (3). Comparto su sueño que me parece más que razonable. No tengo dudas. Tener esa ilusión es un gran impulso para caminar por la senda de la igualdad y de la fraternidad. Pero no me hago ilusiones con la idea. Ni la internacional obrera, ni los parias del mundo constituyen hoy «la fuerza histórica» que vaya a propiciar el cambio social, como sugería un viejo título del teólogo Gustavo Gutiérrez.
Tampoco los ciudadanos europeos somos libres para hacer algo bueno en favor de la universalización de la fraternidad o de los DDHH de las mayorías. Nuestra libertad está «comprada» o «manipulada» para que la entreguemos sin conciencia de opresión y en beneficio de unos pocos. El mercado y los mercaderes han asegurado su tiranía a base de consumo y diversiones. De la misma manera que los emperadores romanos aseguraron su poder mediante repartos de trigo y sesiones de circo. Adriá, Gucci y CR7 o Messi son algunas de sus referencias más distinguidas; Mcdonalds, Zara y Belén Esteban algunas de las más vulgares.
3º. Tampoco la religión en su versión católica está para muchos trotes. Es cierto que ni religión, ni cristianismo ni Iglesia son realidades equivalentes. «Lo religioso» es una realidad mucho más amplia que la fe, el cristianismo y la Iglesia. Incluso más amplia que lo que conocemos por religiones históricas. En la mayoría de las sociedades europeas se han producido o se están produciendo mutaciones religiosas de suma importancia y transferencias de lo sagrado a otros ámbitos de la realidad.
En el interior mismo del cristianismo/católico se está produciendo un complejo proceso una desregulación de la experiencia religiosa o una desinstitucionalización de la religión, que abre una distancia sideral entre la Iglesia como organización visible del catolicismo, y los bautizados de adhesión selectiva y flexible que no se reconocen en la valía de esas mediaciones. Las dos caras de este doble proceso tienen tiene estas características: el vaciamiento de las iglesias y el reencantamiento religioso del pensamiento y los actos de los seres humanos, el debilitamiento de las organizaciones religiosas y el fortalecimiento de una religiosidad fluida, posteclesiástica.
Los creyentes individualizados huyen literalmente de los jerarcas de la Iglesia y de sus dogmas. Del modo parecido a como los jóvenes política y moralmente comprometidos huyen de los sindicatos y de los partidos tradicionales. En gran medida esta religión sirve como de “escalera de incendios en un edificio en llamas”.
Pero, por otra parte España ha sido elegida junto a Italia, por la estrategia vaticana, para llevar adelante la experiencia de una nueva contrarreforma eclesial. «Pero todo esto parecería cosa pasada o más de lo mismo si no fuera por una innovación radical en la metodología del catolicismo, haciendo que pueda hablarse de contrarreforma y no de mera continuidad histórica. Me refiero a1 recurso sistemático a técnicas de agitación mediática y movi1izacion callejera, que se hallan en las antípodas de la tradición práctica eclesiástica.
Es un nuevo tipo de apostolado populista que no busca congregar fieles en torno a 1iturgias redundantes, sino que pretende convocar militantes y sacudir conciencias mediante la provocación de acontecimientos mediáticos: visitas papales, manifestaciones políticas, congresos apostólicos y denuncias proféticas contra el poder instituido. Todo ello además, no con vistas a celebrar y conservar el orden vigente, sino al revés, con la intención de cuestionarlo y deslegitimarlo, denunciando su injusticia y exigiendo su rectificación.
Y el mejor ejemplo es la estrategia esgrimida por el episcopado español contra el gobierno socialista, que busca provocar su reacción anticlerical para poder hacerse víctima inocente de una persecución laicista.
Así la Iglesia deja de actuar como una estructura institucional de dominación burocrática, articulada en torno a seminarios y parroquias, para transformarse ritualmente (en términos de Turner) en una comunitas o anti-estructura contra-institucional, que se realimenta mediante performances efímeras pero memorables por escandalosas. Unas técnicas de apostolado carismático y movilización populista que sólo son viables cuando se esgrimen contra el gobierno del enemigo de izquierdas, y que por ello trascienden al catolicismo canónico para dejarse contagiar por las técnicas de agitación subversiva del sectarismo protestante o la yihad islamista. Es la guerra santa emprendida contra el “relativismo” por ese papado contrarreformista» (Gil Calvo).
Y finalmente no puedo menos que pensar que, cuando el Papa que es el representante mayor del catolicismo, exige unas normas de protocolo semejantes a las del presidente de USA, la referencia fundamental del cristianismo que es Jesús Crucificado, ha sido olvidada o borrada como seña de identidad.
4º. Así pues, tengo argumentos más que sobrados para no hacerme ilusiones ni con la democracia, ni con la ciudadanía, ni con la religión católica. Sin embargo mis convicciones morales y religiosas me impiden renunciar a tener ilusiones en relación con el potencial de la democracia, de la ciudadanía y de la religión cristiana. La democracia es el sistema político que mejor garantiza los DDHH de las mayorías.
La ciudadanía es el sujeto político imprescindible para salir del despotismo ilustrado. La religión cristiana es la tradición religiosa/humanista que más profundamente nos ha configurado a muchos como ciudadanos y como demócratas desde la perspectiva de las víctimas del sistema mundo. La memoria permanente de Jesús de Nazaret, un «sin-papales» ajusticiado en una cruz por el poder imperial, ha sido el más eficaz antídoto contra la razón cínica, la apatía cultural y la insonorización del espacio público.
El cristianismo no tiene en sus textos sagrados la solución al desorden internacional imperante. Más bien participa de la misma perplejidad que todas las demás cosmovisiones humanistas y religiosas ante la búsqueda de los caminos concretos que conduzcan hacia la democracia integral. Sin embargo el cristianismo en la tradición de Jesús de Nazaret puede encontrar y ofrecer a los hombres y mujeres de buena voluntad una profecía y una sabiduría, que aportan energía espiritual y un singular saber hacer para ese combate en favor de un orden mundial fraterno y justo.
Para ser más eficientes en la empresa de universalizar los derechos fundamentales y la satisfacción de las necesidades básicas de los seres humanos, el cristianismo aporta, como recuerda J. B. Metz, «esa fantasía religioso-moral y esa capacidad de resistencia que emana del recuerdo del sufrimiento acumulado en la historia». O, como dijera Max Horkheimer, «el inextinguible impulso, sostenido contra la realidad, de que ésta debe cambiar, que se rompa la maldición y se abra paso la justicia».
A mi me gusta recordar que los DDHH nacen de un grito -¡no hay derecho!- articulado por hombres como Antonio de Montesinos o Bartolomé de las Casas que se atrevieron a mirar la realidad con los ojos de los indios. El cristianismo originario de Jesús de Nazaret, como religión de la fraternidad (cf. Lc 10, 29-37), tiene un fortísimo componente igualitario que introduce una pasión en la historia: que los últimos dejen de serlo; que se adopten comportamientos y se organicen políticas y economías que les den primacía para construir una sociedad sin últimos ni primeros.
La cuestión de la responsabilidad con el prójimo es la cuestión religiosa por antonomasia. El culto verdadero estriba en aceptar al pobre como un absoluto al que se le debe un amor ilimitado e incondicional como a Dios mismo, y hacerse su súbdito. La cuestión de la religión ya no consiste en buscar a Dios y reconocerlo como Absoluto, sino en preocuparse de aquellos que padecen necesidad y reconocerlos como quienes tienen derechos y autoridad divinas sobre nosotros (cf. Mt 25, 31-46).
Pero sobre todo el cristianismo resulta ser una formidable ayuda para una tarea ineludible: la construcción de un sujeto ciudadano postburgués, solidario y fraterno. En el siglo XXI son innecesarias las vanguardias omniscientes, «pero en cambio son inexcusables las minorías ejemplares» (J. Riechmann).
Una civilización alternativa a la actual, se la llame como se la llame no será posible sin un nuevo estilo cultural, sin reforma intelectual y moral de la sociedad civil, sin cambios en los estilos de vida de los ciudadanos de los países ricos.
Es quimérico -¡que no utópico!- y engañoso pensar que será posible superar la actual situación de desigualdad nacional e internacional ganando todos y no perdiendo ninguno. A corto y medio plazo esto es literalmente imposible. El modelo de buena vida sancionado por las democracias ricas no es universalizable. No hay recursos materiales suficientes para ese objetivo y además los propietarios de los mismos no están dispuestos a desprenderse de ellos en aras de la igualdad y de la fraternidad.
El dilema planteado es el siguiente: o bien perpetuamos cínicamente la situación injusta actual con leves retoques o bien perdemos los que más tenemos en beneficio de los empobrecidos. Una igualdad y una fraternidad universales sin consecuencias es literalmente una estafa para las expectativas de los habitantes de los campos de exterminio de este siglo. El mero sentimiento favorable a la liberación de las situaciones endiabladas de la exclusión y de la marginación no es suficiente.
También los gerasenos fueron partidarios de que Jesús librara a aquel hombre de su espíritu inmundo, pues ya nadie podía tenerle atado ni siquiera con cadenas. Su error fue creer que la victoria sobre el demonio no iba a tener consecuencias para ellos.
Cuando comprobaron que habían recuperado un vecino, pero se habían quedado sin sus puercos, le rogaron a Jesús que se largara del país (cf. Mc 5, 1-20). Alguna vez con unos granitos de ironía he apostrofado: y es que, ya se sabe, los cerdos como nuestra calidad de vida no tienen desperdicio. El sentimiento no basta. Necesitamos estilos intempestivos de vida austera y solidaria que propicien esa civilización alternativa, fraterna, igualitaria y libre.
El Dios/ Capital hace que estos estilos de vida sean arriesgados y suele encargarse de que sus actores terminen crucificados de diversos modos. No soporta literalmente propuestas de reforma y regeneración democrática, elaboradas desde los intereses de los excluidos, las mujeres, los no-europeos, los emigrantes pobres, etc. En una palabra, de los de abajo.
La memoria de las víctimas promueve coraje y fortaleza para afrontar el precio de universalizar la felicidad. Recuerda que ése es el precio pagado por un sinfín de historias de hombres y mujeres contemporáneos que quisieron, como escribe Lucía Ramón, «el pan y las rosas» para todos.
(1) cf. A. Comín i Oliveres-L. Gervasoni i Vila (Coords.), Democràcia econòmica. Vers una alternativa al capilatisme, Catalunya segle XXI, Barcelona 2009.
(2) cf. La revuelta de la desigualdad, El País 04/05/2009.
(3) cf. Epíleg: el socialisme dels ciutadans en o.cit., 438-444.
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