Domingo 3º de Adviento
- 11 de diciembre de 2011 -
A medida que nos vamos acercando a la Navidad, va creciendo la alegría
entre aquellos que nos llamamos cristianos y en todas las personas que formamos
la sociedad. Y nuestra alegría no nace sólo porque vienen unas fiestas que, por
tradición, son alegres, (aunque para algunas personas son tristes por recuerdos
y nostalgias) sino porque nos vamos a encontrar con Dios que viene a nuestro
encuentro. Dios es nuestra alegría. Las lecturas de la Palabra que proclamamos
este domingo nos invitan a la alegría.
En el mundo en que vivimos, por lo que vamos viendo, y por lo que se
avecina, parece que no tenemos muchos motivos para la alegría. El paro va en
aumento, se anuncian recortes por todas partes, se ven pocas salidas a los
problemas que tiene la sociedad actual, lo que interesa, por encima de todo, es
mantener el poder del dinero. A pesar de todo, los cristianos no perdemos nunca
la esperanza, y miramos todas esas cosas como llamadas a ser más solidarios,
más humanos, y a compartir lo que tenemos con aquellas personas que están más
necesitadas. Nuestra alegría nace de la fe que nos empuja a la solidaridad. Si
no somos solidarios, dentro de nuestras posibilidades, ni tenemos fe, ni
alegría.
En la primera lectura, Isaías 61,1-11, el profeta nos dice que se
siente lleno del Espíritu de Dios, y enviado a dar la buena noticia a los que
sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los
cautivos, y a los prisioneros, la libertad , para proclamar el año de gracia
del Señor. Ya sabemos hacia qué nos encamina el Espíritu de Dios, si es de
Dios. Y a continuación, después de haber afirmado su compromiso con los que
sufren, manifiesta que desborda de gozo y de alegría, porque siente a Dios con
él, y está seguro de que el Señor hará brotar la justicia ante todos los
pueblos. Estas mismas palabras son las que dijo Jesús cuando se presentó en su
pueblo y les explicó, a sus paisanos de Nazaret, lo que iba a hacer en su vida
pública (Lucas 4,16-21); y este es
precisamente el papel de los cristianos en el mundo, encontrar su alegría en
Dios, dando alegría a los demás y comprometiéndose en acabar con las
injusticias que son la causa de las tristezas que tiene la humanidad. De esta
forma encontramos los cristianos la alegría, y cuando la encontramos de otra
manera, renegamos de nuestra condición de cristianos, ya no tenemos fe.
Después de esta lectura hemos
rezado y meditado la oración de la Virgen María: Se alegra mi espíritu en Dios
mi Salvador, porque me ha levantado de mi esclavitud, a los hambrientos los
colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. María afirma y da más fuerza
a lo que dice el profeta, y a lo que dijo su hijo Jesús en Nazaret.
En la segunda lectura, 1ª Tesalonicenses 5,16-24, Pablo nos ha dicho:
Estad siempre alegres. Y esa alegría la tenéis que encontrar en la comunicación
con Dios, y abriendo el ojo para que no os den “gato por liebre”, y dejando a
un lado todo lo que huela a maldad, estando seguros de que, Aquel, en el que
tenéis puesta vuestra fe, no dejará de cumplir sus promesas.
Alguna gente, y entre ellos muchos cristianos, dicen que hemos venido a
este mundo para sufrir; es precisamente lo contrario de lo que nos dice Pablo y
lo que antes nos ha dicho Isaías y María, la madre de Jesús.
Los que creemos en Jesucristo, estamos en el mundo para vivir con
alegría y luchar contra toda clase de tristezas y de sufrimientos, y sobre todo
contra las causas del sufrimiento que son el egoísmo y la maldad.
El Evangelio, Juan 1,6-8.19-28, nos habla de Juan Bautista, el que
anunció y preparó en Israel la venida de Jesús.
Juan era una persona con una autoridad moral muy grande, porque además
de denunciar todas las injusticias de Israel con su palabra, confirmó todo lo
que decía con su ejemplo y con su vida; y no se “casó”, ni se vendió a ninguno
de los que, en aquel tiempo, se estaban aprovechando y oprimiendo al pueblo.
Nadie se atrevía a hablar mal de él, ni a desautorizarlo en las cosas que
anunciaba, sino que todos venían a él a reconocer sus pecados y a que los
bautizara en las aguas del Jordán. Por eso todo el mundo creía que él era el
Mesías que habían anunciado todos los profetas. Pero si fue honrado al
denunciar las injusticias y todos los abusos de los poderosos, más honrado fue
al negar, por tres veces, que no era, ni el Mesías, ni Elías, ni el profeta que
todos esperaban para saber el futuro de Israel. No se aprovechó de su autoridad
moral para ocupar un puesto que le trajera ventajas, pero que no le
correspondía.
Había
varios grupos en aquel entonces, en la nación, que querían tener un líder de
prestigio, que se pusiera al frente de su movimiento, para capitanear la lucha
contra los romanos. Pero Juan no cayó en esa trampa. Vio en todo momento que su
papel era preparar el camino al que tenía que venir, a aquel que Dios había
enviado al mundo para traer la verdadera salvación, el que traería la justicia
para todos, poniéndose en el lugar de los pobres y entregando su vida en
solidaridad con todos los oprimidos y despojados de su dignidad en este mundo.
Juan el Bautista es la imagen de lo que tiene que ser el que trabaja por la
justicia y por el bien de la humanidad: El que prepara el camino, el que pone
su vida al servicio de lo que Dios quiere hacer en este mundo, el que renuncia
a ser el salvador de la humanidad, porque Salvador sólo hay uno; el que se
juega la vida denunciando lo injusto, el que cumple su misión al pie de la
letra sin aprovecharse lo más mínimo de nadie, el que prefiere la muerte antes
que ocupar el lugar que sólo le corresponde a Dios, el que sabe desaparecer
para que el otro crezca. Y todo eso, no a regañadientes, sino con la alegría
más grande. Esta es la forma que tenemos los cristianos de encontrar la alegría
y de preparar la Navidad.
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