
Ese día comenzó a darse forma a la intuición de
Juan XXIII de que había que abrir la Iglesia al diálogo con la cultura de su
tiempo, así como avanzar hacia un estrechamiento en las relaciones ecuménicas e
interreligiosas.
El Concilio supuso el gran cambio eclesial en el
siglo XX, adelantando algunas de las respuestas ante la secularización que ya se
atisbaba. La mayor implicación de los laicos, el incremento de la colegialidad
en el gobierno eclesial y la defensa de la separación Iglesia-Estado, pese a lo
mucho que aún queda por recorrer en estos ámbitos, han sido elementos que han
contribuido decisivamente para actualizar la misión.
Ahora, como explicó Benedicto XVI el pasado
septiembre en su discurso de Friburgo (Alemania), la Iglesia
debe continuar con su proceso de reforma interna. ¿Cómo? Abriéndose “de nuevo a
las preocupaciones del mundo” y dedicándose “sin reservas a ellas”, aunque
salvando el peligro de ser ella la que “se acomode al mundo” y se haga
“autosuficiente”, dando una importancia excesiva “a la organización y a la
institucionalización”.
“Liberada de su peso material y político
–profundizaba el Pontífice–, la Iglesia puede dedicarse mejor y de un modo
verdaderamente cristiano al mundo entero, puede estar verdaderamente abierta al
mundo”. Esta actualización del espíritu conciliar es la receta de Benedicto XVI
como motor de la Nueva Evangelización.
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