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Arzobispo de Burgos Francisco Gil Hellin |
Conferencia de Mons. Francisco Gil
Encuentro de
Pastoral Obrera
Parroquia de la Inmaculada - Burgos, 28
enero 2012
Desde hace muchos años vengo
meditando, predicando y tratando de vivir la doctrina de este magnífico texto:
«Todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el
cristiano con la mayor perfección posible –competencia profesional– y con
perfección cristiana –por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los
hombres–. Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante
que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades
temporales –a manifestar su dimensión divina– y es asumido e integrado en la
obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el
trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios» (San
Josemaría Escrivá).
Luego, por cercanía espiritual y
pastoral con el Beato Juan Pablo II, tuve la suerte de seguir su abundante
magisterio sobre el mundo del trabajo y corroborarme en la necesidad de
insistir y profundizar en la dignidad humana y cristiana de lo relacionado con
la actividad del hombre.
Por esto, estar con vosotros en
esta Jornada de Pastoral dedicada al trabajo es para mí una gran satisfacción,
en cuanto que podemos compartir gozos, inquietudes, esperanzas y proyectos
sobre la situación del trabajo en España, que ha pasado a ser lo que la Laborem
exercens calificaba como «catástrofe social». En efecto, más de cinco millones
de parados, y cerca del cuarenta y cinco por ciento de jóvenes sin empleo, –que
es la situación actual– es una verdadera «tragedia nacional».
A ninguno se nos escapa la
dificultad de tratar esta cuestión con rigor, realismo y sin fáciles
demagogias. Máxime, cuando estamos asistiendo a un cambio laboral que, según
los expertos y el mismo Magisterio de la Iglesia, es comparable al que se
verificó en la primera revolución industrial, cuando se pasó de un mundo
fundamentalmente agrícola a otro de tipo industrial. El que ahora se está
operando es el paso del mundo industrial al de servicios, y el paso de una
situación en la que el trabajador se entendía directamente con el empresario a
otro en el que el trabajador ha de entenderse directamente con instancias e
instituciones lejanas y, tantas veces, semietéreas. Baste pensar, por ejemplo,
en el mundo de las multinacionales.
Sin embargo, las dificultades
han de ser un estímulo para nuestra reflexión y nuestro compromiso. Pienso que
podemos movernos en un terreno firme si nos apoyamos en la doctrina social de
la Iglesia, muy rica y muy actualizada.
Según esto, trataré de recordar
con vosotros algunos puntos que puedan ayudarnos a aportar nuestro granito de
arena para que en «En un tiempo de crisis, también haya trabajo decente». Por
motivos de claridad, dividiré mi exposición en tres puntos: 1) el valor del
trabajo para la persona, la familia y la sociedad; 2) la importancia de la
pérdida de empleo y del empeoramiento de las condiciones de trabajo; y 3) los
retos y llamadas que esta realidad nos presenta.
1. El valor del trabajo para la persona, la familia y la sociedad.
El trabajo ocupa un puesto
fundamental en el plan creador y redentor de Dios. En efecto, el relato del
Génesis indica que toda la creación está al servicio del hombre y que el hombre
recibe este sagrado mandato: "Creced, multiplicaos y dominad la
tierra". Todo: los animales, las plantas y los demás bienes de producción
son creados en función del hombre y se ponen a su servicio. El hombre, no
obstante, no podrá ejercer un dominio despótico sobre ellos, sino que procederá
con responsabilidad. Cultivar la tierra es tener cuidado de ella, no
abandonarla; pero tampoco explotarla irresponsablemente.
Este mandato sagrado de
trabajar, pertenece a la condición originaria del hombre. No es un castigo
impuesto por su desobediencia al Creador. Menos todavía es una maldición. Lo
que es castigo y, en cierto sentido, una maldición son las penalidades
inherentes al trabajo después del pecado original: el cansancio, las
dificultades, los fracasos, las consecuencias nocivas para el hombre y para la
misma creación.
Jesucristo, que se hizo igual a
nosotros en todo menos en el pecado, asumió el trabajo como un don del Padre y
no dudó en trabajar mucho en un oficio manual; con el que contribuyó a ayudar a
san José a sacar adelante la familia de Nazaret y, muerto el santo Patriarca, a
ser él el que la sacara adelante.
Durante su predicación no
compaginó el ministerio público con este trabajo manual, pero siguió trabajando
muchas horas al día. Basta acercarse a alguna de las jornadas que describen los
evangelios, para advertirse que eran jornadas agotadoras; de tal modo que no es
exagerado afirmar que Jesús fue un trabajador incansable. Él mismo describe su
misión como un trabajar: "Mi Padre trabaja siempre y yo también
trabajo" (Jn 5,17) y califica a sus apóstoles como "obreros de la
mies del Señor", a la vez que asegura que ellos tienen derecho al salario,
como cualquier otro trabajador (Lc 10, 7). Sin embargo, en su predicación
enseña que los hombres no han de dejarse dominar por el trabajo, sino que han
de preocuparse, ante todo, por su alma, de tal modo que de nada vale trabajar
mucho y obtener pingües ganancias si se pierde la vida. El trabajo, como todo lo
demás, está orientado a la única cosa necesaria, que nadie nos arrebatará jamás
(cf. Lc 10, 4042).
Los primeros seguidores de Jesús
también fueron trabajadores: unos, por cuenta propia, como Mateo, los hijos del
Zebedeo y, probablemente, Pedro; y otros, por cuenta ajena. Se ganaron la vida
con su trabajo y, tras la Ascensión y la venida del Espíritu Santo, dedicaron
su vida entera a difundir el evangelio por todas partes. San Pablo conocía el
oficio de tejedor de lonas y recurrió a él para ganarse la vida y no ser
gravoso a ninguna de sus comunidades. Fue, así mismo, un apóstol tan
trabajador, que uno se sorprende del número de kilómetros que recorrió para
evangelizar la cuenca del Mediterráneo; y la capacidad de aguante y
perseverancia para superar las incontables dificultades físicas que dicho
trabajo llevó consigo. Por eso, no es de extrañar que fuera tan tajante a la
hora de hablar del trabajo: "El que no trabaje, que no coma".
Es sabido que la sociedad que
tuvieron que evangelizar los primeros cristianos despreciaba los trabajos que
realizaban los siervos, es decir: los trabajos del campo y asimilados. Sin
embargo, los cristianos no sólo se dedicaron al trabajo de las personas libres,
vg. el estudio y la enseñanza de la filosofía o de la retórica; sino también al
manual. Según los estudios bíblicos actuales, fueron muchos los esclavos que
siguieron siendo tales después de hacerse cristianos.
Luego, los Padres de la Iglesia
se encargaron de razonar teológicamente el valor del trabajo y su sentido en
los planes de Dios y no dejaron de insistir en sus escritos y predicaciones en
que el trabajo participa de la sabiduría de Dios, embellece y ennoblece la
creación y aporta lo que se necesita para el progreso de la familia y de la sociedad.
San Benito, padre del monacato occidental, escribió en su Regla el ideal de sus
monjes: "Ora et labora", reza y trabaja. Los que vivimos en estas
tierras castellanas, sabemos bien que los monjes benedictinos se lo tomaron muy
en serio en la repoblación y explotación de las tierras reconquistadas.
Por ello, no es exagerado
afirmar que el curso de la historia está marcado por las profundas
trasformaciones llevadas a cabo con el trabajo intelectual y manual. Gracias al
trabajo, hoy podemos disfrutar de todo ese conjunto de bienes que llamamos
"sociedad del bienestar", entre los cuales están, sin duda, la
posibilidad de tener un trabajo estable y dignamente remunerado, y la cobertura
social para el trabajador que pierde su empleo por enfermedad, vejez y paro.
Sin embargo, es necesario
completar esta imagen, afirmando que la historia está marcada también por
incontables abusos que han sufrido los trabajadores, especialmente los niños,
las mujeres y los trabajos menos considerados socialmente. Estos abusos y
ofensas a la dignidad de los trabajadores se incrementó extraordinariamente con
la primera revolución industrial, cuando masas ingentes de campesinos vinieron
a los cinturones de las fábricas y se hacinaron en viviendas indignas del
hombre y fueron explotados hasta límites intolerables. Muchas de estas
situaciones persisten todavía en los países y continentes en vías de desarrollo
y, bajo formas nuevas, en los mismos países desarrollados.
Limitándonos al ámbito en que
nosotros nos movemos, uno de los más graves problemas del trabajo es, sin duda,
la escasez y la precariedad, sobre todo en lo que se refiere al trabajo de los
jóvenes, de la mujer y de los inmigrantes; así como las situaciones injustas
que está provocando.
Dignidad del trabajo: trabajo objetivo y subjetivo
A la luz de lo dicho, se
desprende que el trabajo tiene una gran dignidad tanto desde el punto de vista
objetivo como, sobre todo, subjetivo. Cuando nos referimos al trabajo en
sentido objetivo estamos hablando del conjunto de actividades, recursos,
instrumentos y técnicas de las que el hombre se sirve para producir y dominar
la tierra, según lo que dice el Génesis. En cambio, cuando nos referimos al
sentido subjetivo, hablamos del actuar del hombre en cuanto hombre, como un ser
dinámico capaz de realizar las diversas acciones que pertenecen al proceso del
trabajo y corresponden a su vocación personal. Es decir, es el trabajo que hace
una persona en cuanto persona que está hecha a imagen de Dios. Es el hombre
como persona quien es el sujeto del trabajo y el que da a éste su grandeza.
Consiguientemente, mientras el
trabajo en sentido objetivo constituye el aspecto contingente de la actividad
humana –que varía incesantemente en sus modalidades por los cambios de las
condiciones técnicas, culturales, sociales y políticas–, el trabajo en sentido
subjetivo se configura como una dimensión estable, ya que no depende de lo que
el hombre realiza concretamente ni del tipo de actividad que ejercita, sino que
depende sólo y exclusivamente de su dignidad de ser persona.
A nadie se le oculta que esta
distinción es decisiva a la hora de establecer una organización de los sistemas
económicos y sociales que sea respetuosa con los derechos del hombre y a la
hora de valorar el trabajo. Desde esta perspectiva se entiende que el trabajo
no puede ser tratado como una mercancía o como un elemento impersonal de la
organización productiva. El trabajo es –por encima de todas las contingencias y
variantes– una expresión esencial de la persona. La persona es la medida de la dignidad
del trabajo y es la que debe tener preeminencia sobre la actividad misma.
Nunca insistiremos bastante en
que la dignidad del trabajo no depende del trabajo en sí mismo sino de la
dignidad de la persona que lo realiza; porque si no se acepta o reconoce esta
verdad, el trabajo pierde su sentido más verdadero y profundo. Esto suele
suceder hoy con demasiada frecuencia, cuando la actividad laboral y las mismas
técnicas utilizadas se consideran más importantes que la persona y, en lugar de
ser sus aliadas, se convierten en enemigas de su dignidad.
Junto a esto, es preciso añadir
que el trabajo no sólo procede de la persona sino que está esencialmente
ordenado y finalizado hacia ella. Sea cual sea el trabajo que se realiza,
siempre tiene como finalidad al hombre. De ahí que nunca se pueda olvidar que
el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo y que todos los
trabajos, sean de la índole que sean, tienen siempre la misma dignidad y
nobleza.
Con todo, el trabajo humano no
se encierra en la persona misma sino que tiene también una intrínseca dimensión
social. Pues el trabajo de un hombre se vincula naturalmente con el de otros
hombres, dada la intrínseca dimensión social de la persona humana. Como decía el
Beato Juan Pablo II, "hoy, el trabajar es trabajar con otros y trabajar
para otros: es un hacer algo para alguien" (Centesimus annus, 31). De ahí
que el trabajo no pueda ser valorado justamente ni remunerado con equidad si no
se tiene en cuenta tanto su carácter individual como social.
2. El derecho al trabajo: grandes principios
De lo dicho anteriormente se
desprenden algunas consecuencias que son especialmente relevantes.
A la cabeza de todas ellas va la
que puede formularse así: "El trabajo es un derecho fundamental y un bien
para el hombre; un bien digno de él, porque es apto para expresar y acrecentar
la dignidad humana". Esto explica que la Iglesia, al hablar del valor del
trabajo, no sólo tiene en cuenta su carácter personal sino también su carácter
de necesidad. El trabajo, en efecto, es necesario para formar y mantener una
familia, adquirir el derecho a la propiedad y contribuir al bien común de la
familia humana.
Otra consecuencia fundamental
–íntimamente unida a la anterior– es que el trabajo es un bien de todos y debe
estar disponible para todos aquellos capaces de él. La enseñanza de la Iglesia
no puede ser más clara: "La ‘plena ocupación’ es un objetivo obligado para
todo ordenamiento económico orientado a la justicia y al bien común". De
tal modo que –sigue diciendo la Centesimus annus– "una sociedad donde el
derecho al trabajo sea anulado o sistemáticamente negado y donde las medidas de
la política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles
satisfactorios de ocupación ‘no puede conseguir su legitimación ética ni la
justa paz social" (CA 43).
Una tercera conclusión
importante es que una sociedad que se orienta al bien común y se proyecta hacia
el futuro se mide, sobre todo, a partir de las perspectivas de trabajo que
puede ofrecer (Cfr. Compendio, n. 289). De aquí se deduce que el alto índice de
desempleo y la persistencia de las dificultades para acceder al mercado de
trabajo son para muchos, sobre todo, para los jóvenes, un obstáculo grave para
su realización no sólo profesional sino personal.
Por último, teniendo en cuenta
que la conservación del empleo depende cada vez más de las capacidades
personales del trabajador, el sistema de instrucción y de educación no debe
descuidar la formación humana y técnica necesaria para desarrollar con provecho
las tareas requeridas. Más aún, "la necesidad cada vez más difundida de
cambiar varias veces de empleo a lo largo de la vida, impone al sistema
educativo favorecer la disponibilidad de las personas a una actualización
permanente y una reiterada cualificación"; y "es igualmente
indispensable ofrecer ocasión de formarse a los adultos que buscan una nueva
cualificación, así como a los desempleados" (Compendio, 290).
3. Situación del trabajo en este momento y retos y llamadas que
esta realidad presenta
La última encuesta de población
activa de nuestro país, publicada ayer mismo y referida a diciembre de 2011,
señala que en España hay actualmente 5,3 millones de parados. Según los
responsables sindicales, empresariales y políticos esta cifra puede seguir
creciendo en los próximos meses. Incluso el Fondo Monetario Internacional
piensa que puede extenderse a todo el año 2012 y 2013. Si a esto añadimos la
precariedad de muchísimos contratos laborales y el empeoramiento de las
condiciones de trabajo en tantos casos, no es exagerado afirmar que estamos
ante lo que la Laborem exercens calificaba como "catástrofe social".
Esta «catástrofe» se agrava si tenemos en cuenta que el paro no es algo
abstracto sino que tiene el nombre y los apellidos de incontables trabajadores,
de sus esposas y de sus hijos.
Precisamente son estos nombres
de personas y familias concretas los que reclaman de nosotros que actuemos con
verdadera responsabilidad en todos los frentes. Para nosotros la gran pregunta
es ésta: ¿qué nos pide Dios en este aquí y ahora?
La respuesta no es sencilla ni
evidente, pues es preciso conocer a fondo todos los datos del problema y tener
suficiente clarividencia para aplicar las soluciones pertinentes. Además, no
hay una "solución católica», sino soluciones más o menos conformes con la
doctrina social de la Iglesia. Sin embargo, no podemos renunciar a pensar y
actuar. Sobre todo, ahora que se está fraguando una reforma laboral por parte
del gobierno.
He aquí algunas cosas que me
parece que están en nuestras manos.
En primer lugar, la dignidad de
la persona humana del trabajador ha de estar presente en la reforma de modo
expreso. Porque, a menudo, los expertos, los políticos y los mismos agentes
sociales ponen por delante los resultados –que son importantes–, pero que no
deben ser lo único importante. Por ejemplo, la indemnización por despido o el
seguro por desempleo buscan habitualmente ofrecer ayuda al que ha perdido el
puesto de trabajo. Lamentablemente, muchos sistemas de ayuda al desempleo crean
una dependencia que no parece compatible con la dignidad de la persona;
dignidad que, por tanto, debe estar muy presente en la reforma del seguro de
paro, en las políticas activas de empleo o en los sistemas de formación de los
parados.
Otro principio importante
cristiano es el de la solidaridad. Primero, entre los agentes sociales; lo cual
excluye la lucha de clases y, por tanto, algunos planteamientos entre
sindicatos y patronales en la negociación colectiva. Y, segundo, entre los
mismos trabajadores. Y aquí la reforma tiene mucho que decir sobre el trato a
los emigrantes, la creación de oportunidades para discapacitados y la
competencia con los trabajadores de países emergentes y, sobre todo, con la
creación de oportunidades para los jóvenes.
La solidaridad está emparentada
con el bien común, porque el marco legal e institucional del mercado de trabajo
debe contribuir a la creación de las condiciones que permitan a las personas, a
las familias y a las empresas conseguir mejor sus objetivos. Y esto, que puede parecer
teórico, se concreta en propuestas de reforma específicas; por ejemplo: en la
regulación del derecho a la huelga.
La subsidiariedad es otro
principio clave. En el ámbito laboral implica la reconsideración de los niveles
de negociación colectiva y aun del mismo papel de los sindicatos y patronales.
Junto a estos grandes principios
de acción, podemos señalar otros más concretos y, quizás, más a nuestro
alcance. Por ejemplo, debemos hacernos cercanos a los trabajadores sin trabajo
que se cruzan en el camino de nuestra vida y comprender y compartir su
situación. Así mismo, hemos de ofrecer todo nuestro apoyo para que los
trabajadores que tienen un puesto de trabajo lo conserven dentro de las
posibilidades que exige la justicia para todas las partes. En tercer lugar,
habrá que reflexionar con objetividad y responsabilidad sobre las pequeñas y
medianas empresas –que son las que más trabajadores emplean–, muchas de las
cuales están pasándolo mal, con riesgo incluso de quiebra y cierre. En tales
supuestos no sirve el "sálvese quien pueda", pues si el barco se
hunde, naufragan todos los que van en él, no sólo los dueños.
Esto no puede suponer –y este es
otro gran presupuesto de acción– que no haya que estar atentos a los abusos y
chantajes que los empresarios pueden ejercer sobre los trabajadores. Apoyados
en que hay muchos que están esperando el puesto que disfruta un trabajador y
que al que está en paro y tiene detrás las necesidades de sus hijos se le puede
coaccionar a que acepte trabajos y condiciones laborables claramente injustas.
4. Conclusión
Al término de estas palabras
quisiera deciros tres cosas. La primera es ésta: contáis con todo mi apoyo para
que sigáis trabajando en la pastoral obrera, guiados siempre por la doctrina
social de la Iglesia. La segunda es que nunca perdáis de vista que no hay una
única solución católica a los problemas, pues los principios de la doctrina
social de la Iglesia se pueden aplicar de muy diversas formas. Lo que permanece
siempre en pie e invariable es el respeto a la dignidad de la persona humana, y
más en concreto del trabajador: intelectual, manual, por cuenta ajena o propia.
Por último, os animo a que hagáis todo lo que esté en vuestras manos para ayudar
a que las personas que tienen un puesto de trabajo lo conserven y las que están
en paro puedan resolver cuanto antes esa dolorosa situación. Gracias.
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