"Ignorar a los pobres es despreciar a Dios" Francisco

lunes, 5 de marzo de 2012

EN TIEMPO DE CRISIS, TAMBIÉN TRABAJO DECENTE

Arzobispo de Burgos
Francisco Gil Hellin
Conferencia de Mons. Francisco Gil
Encuentro de Pastoral Obrera
Parroquia de la Inmaculada - Burgos, 28 enero 2012

Desde hace muchos años vengo meditando, predicando y tratando de vivir la doctrina de este magnífico texto: «Todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible –competencia profesional– y con perfección cristiana –por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres–. Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina– y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios» (San Josemaría Escrivá).

Luego, por cercanía espiritual y pastoral con el Beato Juan Pablo II, tuve la suerte de seguir su abundante magisterio sobre el mundo del trabajo y corroborarme en la necesidad de insistir y profundizar en la dignidad humana y cristiana de lo relacionado con la actividad del hombre.

Por esto, estar con vosotros en esta Jornada de Pastoral dedicada al trabajo es para mí una gran satisfacción, en cuanto que podemos compartir gozos, inquietudes, esperanzas y proyectos sobre la situación del trabajo en España, que ha pasado a ser lo que la Laborem exercens calificaba como «catástrofe social». En efecto, más de cinco millones de parados, y cerca del cuarenta y cinco por ciento de jóvenes sin empleo, –que es la situación actual– es una verdadera «tragedia nacional».

A ninguno se nos escapa la dificultad de tratar esta cuestión con rigor, realismo y sin fáciles demagogias. Máxime, cuando estamos asistiendo a un cambio laboral que, según los expertos y el mismo Magisterio de la Iglesia, es comparable al que se verificó en la primera revolución industrial, cuando se pasó de un mundo fundamentalmente agrícola a otro de tipo industrial. El que ahora se está operando es el paso del mundo industrial al de servicios, y el paso de una situación en la que el trabajador se entendía directamente con el empresario a otro en el que el trabajador ha de entenderse directamente con instancias e instituciones lejanas y, tantas veces, semietéreas. Baste pensar, por ejemplo, en el mundo de las multinacionales.

Sin embargo, las dificultades han de ser un estímulo para nuestra reflexión y nuestro compromiso. Pienso que podemos movernos en un terreno firme si nos apoyamos en la doctrina social de la Iglesia, muy rica y muy actualizada.

Según esto, trataré de recordar con vosotros algunos puntos que puedan ayudarnos a aportar nuestro granito de arena para que en «En un tiempo de crisis, también haya trabajo decente». Por motivos de claridad, dividiré mi exposición en tres puntos: 1) el valor del trabajo para la persona, la familia y la sociedad; 2) la importancia de la pérdida de empleo y del empeoramiento de las condiciones de trabajo; y 3) los retos y llamadas que esta realidad nos presenta.

1. El valor del trabajo para la persona, la familia y la sociedad.

El trabajo ocupa un puesto fundamental en el plan creador y redentor de Dios. En efecto, el relato del Génesis indica que toda la creación está al servicio del hombre y que el hombre recibe este sagrado mandato: "Creced, multiplicaos y dominad la tierra". Todo: los animales, las plantas y los demás bienes de producción son creados en función del hombre y se ponen a su servicio. El hombre, no obstante, no podrá ejercer un dominio despótico sobre ellos, sino que procederá con responsabilidad. Cultivar la tierra es tener cuidado de ella, no abandonarla; pero tampoco explotarla irresponsablemente.

Este mandato sagrado de trabajar, pertenece a la condición originaria del hombre. No es un castigo impuesto por su desobediencia al Creador. Menos todavía es una maldición. Lo que es castigo y, en cierto sentido, una maldición son las penalidades inherentes al trabajo después del pecado original: el cansancio, las dificultades, los fracasos, las consecuencias nocivas para el hombre y para la misma creación.

Jesucristo, que se hizo igual a nosotros en todo menos en el pecado, asumió el trabajo como un don del Padre y no dudó en trabajar mucho en un oficio manual; con el que contribuyó a ayudar a san José a sacar adelante la familia de Nazaret y, muerto el santo Patriarca, a ser él el que la sacara adelante.

Durante su predicación no compaginó el ministerio público con este trabajo manual, pero siguió trabajando muchas horas al día. Basta acercarse a alguna de las jornadas que describen los evangelios, para advertirse que eran jornadas agotadoras; de tal modo que no es exagerado afirmar que Jesús fue un trabajador incansable. Él mismo describe su misión como un trabajar: "Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo" (Jn 5,17) y califica a sus apóstoles como "obreros de la mies del Señor", a la vez que asegura que ellos tienen derecho al salario, como cualquier otro trabajador (Lc 10, 7). Sin embargo, en su predicación enseña que los hombres no han de dejarse dominar por el trabajo, sino que han de preocuparse, ante todo, por su alma, de tal modo que de nada vale trabajar mucho y obtener pingües ganancias si se pierde la vida. El trabajo, como todo lo demás, está orientado a la única cosa necesaria, que nadie nos arrebatará jamás (cf. Lc 10, 4042).

Los primeros seguidores de Jesús también fueron trabajadores: unos, por cuenta propia, como Mateo, los hijos del Zebedeo y, probablemente, Pedro; y otros, por cuenta ajena. Se ganaron la vida con su trabajo y, tras la Ascensión y la venida del Espíritu Santo, dedicaron su vida entera a difundir el evangelio por todas partes. San Pablo conocía el oficio de tejedor de lonas y recurrió a él para ganarse la vida y no ser gravoso a ninguna de sus comunidades. Fue, así mismo, un apóstol tan trabajador, que uno se sorprende del número de kilómetros que recorrió para evangelizar la cuenca del Mediterráneo; y la capacidad de aguante y perseverancia para superar las incontables dificultades físicas que dicho trabajo llevó consigo. Por eso, no es de extrañar que fuera tan tajante a la hora de hablar del trabajo: "El que no trabaje, que no coma".

Es sabido que la sociedad que tuvieron que evangelizar los primeros cristianos despreciaba los trabajos que realizaban los siervos, es decir: los trabajos del campo y asimilados. Sin embargo, los cristianos no sólo se dedicaron al trabajo de las personas libres, vg. el estudio y la enseñanza de la filosofía o de la retórica; sino también al manual. Según los estudios bíblicos actuales, fueron muchos los esclavos que siguieron siendo tales después de hacerse cristianos.

Luego, los Padres de la Iglesia se encargaron de razonar teológicamente el valor del trabajo y su sentido en los planes de Dios y no dejaron de insistir en sus escritos y predicaciones en que el trabajo participa de la sabiduría de Dios, embellece y ennoblece la creación y aporta lo que se necesita para el progreso de la familia y de la sociedad. San Benito, padre del monacato occidental, escribió en su Regla el ideal de sus monjes: "Ora et labora", reza y trabaja. Los que vivimos en estas tierras castellanas, sabemos bien que los monjes benedictinos se lo tomaron muy en serio en la repoblación y explotación de las tierras reconquistadas.

Por ello, no es exagerado afirmar que el curso de la historia está marcado por las profundas trasformaciones llevadas a cabo con el trabajo intelectual y manual. Gracias al trabajo, hoy podemos disfrutar de todo ese conjunto de bienes que llamamos "sociedad del bienestar", entre los cuales están, sin duda, la posibilidad de tener un trabajo estable y dignamente remunerado, y la cobertura social para el trabajador que pierde su empleo por enfermedad, vejez y paro.

Sin embargo, es necesario completar esta imagen, afirmando que la historia está marcada también por incontables abusos que han sufrido los trabajadores, especialmente los niños, las mujeres y los trabajos menos considerados socialmente. Estos abusos y ofensas a la dignidad de los trabajadores se incrementó extraordinariamente con la primera revolución industrial, cuando masas ingentes de campesinos vinieron a los cinturones de las fábricas y se hacinaron en viviendas indignas del hombre y fueron explotados hasta límites intolerables. Muchas de estas situaciones persisten todavía en los países y continentes en vías de desarrollo y, bajo formas nuevas, en los mismos países desarrollados.

Limitándonos al ámbito en que nosotros nos movemos, uno de los más graves problemas del trabajo es, sin duda, la escasez y la precariedad, sobre todo en lo que se refiere al trabajo de los jóvenes, de la mujer y de los inmigrantes; así como las situaciones injustas que está provocando.

Dignidad del trabajo: trabajo objetivo y subjetivo

A la luz de lo dicho, se desprende que el trabajo tiene una gran dignidad tanto desde el punto de vista objetivo como, sobre todo, subjetivo. Cuando nos referimos al trabajo en sentido objetivo estamos hablando del conjunto de actividades, recursos, instrumentos y técnicas de las que el hombre se sirve para producir y dominar la tierra, según lo que dice el Génesis. En cambio, cuando nos referimos al sentido subjetivo, hablamos del actuar del hombre en cuanto hombre, como un ser dinámico capaz de realizar las diversas acciones que pertenecen al proceso del trabajo y corresponden a su vocación personal. Es decir, es el trabajo que hace una persona en cuanto persona que está hecha a imagen de Dios. Es el hombre como persona quien es el sujeto del trabajo y el que da a éste su grandeza.

Consiguientemente, mientras el trabajo en sentido objetivo constituye el aspecto contingente de la actividad humana –que varía incesantemente en sus modalidades por los cambios de las condiciones técnicas, culturales, sociales y políticas–, el trabajo en sentido subjetivo se configura como una dimensión estable, ya que no depende de lo que el hombre realiza concretamente ni del tipo de actividad que ejercita, sino que depende sólo y exclusivamente de su dignidad de ser persona.

A nadie se le oculta que esta distinción es decisiva a la hora de establecer una organización de los sistemas económicos y sociales que sea respetuosa con los derechos del hombre y a la hora de valorar el trabajo. Desde esta perspectiva se entiende que el trabajo no puede ser tratado como una mercancía o como un elemento impersonal de la organización productiva. El trabajo es –por encima de todas las contingencias y variantes– una expresión esencial de la persona. La persona es la medida de la dignidad del trabajo y es la que debe tener preeminencia sobre la actividad misma.
Nunca insistiremos bastante en que la dignidad del trabajo no depende del trabajo en sí mismo sino de la dignidad de la persona que lo realiza; porque si no se acepta o reconoce esta verdad, el trabajo pierde su sentido más verdadero y profundo. Esto suele suceder hoy con demasiada frecuencia, cuando la actividad laboral y las mismas técnicas utilizadas se consideran más importantes que la persona y, en lugar de ser sus aliadas, se convierten en enemigas de su dignidad.
Junto a esto, es preciso añadir que el trabajo no sólo procede de la persona sino que está esencialmente ordenado y finalizado hacia ella. Sea cual sea el trabajo que se realiza, siempre tiene como finalidad al hombre. De ahí que nunca se pueda olvidar que el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo y que todos los trabajos, sean de la índole que sean, tienen siempre la misma dignidad y nobleza.

Con todo, el trabajo humano no se encierra en la persona misma sino que tiene también una intrínseca dimensión social. Pues el trabajo de un hombre se vincula naturalmente con el de otros hombres, dada la intrínseca dimensión social de la persona humana. Como decía el Beato Juan Pablo II, "hoy, el trabajar es trabajar con otros y trabajar para otros: es un hacer algo para alguien" (Centesimus annus, 31). De ahí que el trabajo no pueda ser valorado justamente ni remunerado con equidad si no se tiene en cuenta tanto su carácter individual como social.

2. El derecho al trabajo: grandes principios

De lo dicho anteriormente se desprenden algunas consecuencias que son especialmente relevantes.
A la cabeza de todas ellas va la que puede formularse así: "El trabajo es un derecho fundamental y un bien para el hombre; un bien digno de él, porque es apto para expresar y acrecentar la dignidad humana". Esto explica que la Iglesia, al hablar del valor del trabajo, no sólo tiene en cuenta su carácter personal sino también su carácter de necesidad. El trabajo, en efecto, es necesario para formar y mantener una familia, adquirir el derecho a la propiedad y contribuir al bien común de la familia humana.

Otra consecuencia fundamental –íntimamente unida a la anterior– es que el trabajo es un bien de todos y debe estar disponible para todos aquellos capaces de él. La enseñanza de la Iglesia no puede ser más clara: "La ‘plena ocupación’ es un objetivo obligado para todo ordenamiento económico orientado a la justicia y al bien común". De tal modo que –sigue diciendo la Centesimus annus– "una sociedad donde el derecho al trabajo sea anulado o sistemáticamente negado y donde las medidas de la política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación ‘no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social" (CA 43).

Una tercera conclusión importante es que una sociedad que se orienta al bien común y se proyecta hacia el futuro se mide, sobre todo, a partir de las perspectivas de trabajo que puede ofrecer (Cfr. Compendio, n. 289). De aquí se deduce que el alto índice de desempleo y la persistencia de las dificultades para acceder al mercado de trabajo son para muchos, sobre todo, para los jóvenes, un obstáculo grave para su realización no sólo profesional sino personal.

Por último, teniendo en cuenta que la conservación del empleo depende cada vez más de las capacidades personales del trabajador, el sistema de instrucción y de educación no debe descuidar la formación humana y técnica necesaria para desarrollar con provecho las tareas requeridas. Más aún, "la necesidad cada vez más difundida de cambiar varias veces de empleo a lo largo de la vida, impone al sistema educativo favorecer la disponibilidad de las personas a una actualización permanente y una reiterada cualificación"; y "es igualmente indispensable ofrecer ocasión de formarse a los adultos que buscan una nueva cualificación, así como a los desempleados" (Compendio, 290).

3. Situación del trabajo en este momento y retos y llamadas que esta realidad presenta

La última encuesta de población activa de nuestro país, publicada ayer mismo y referida a diciembre de 2011, señala que en España hay actualmente 5,3 millones de parados. Según los responsables sindicales, empresariales y políticos esta cifra puede seguir creciendo en los próximos meses. Incluso el Fondo Monetario Internacional piensa que puede extenderse a todo el año 2012 y 2013. Si a esto añadimos la precariedad de muchísimos contratos laborales y el empeoramiento de las condiciones de trabajo en tantos casos, no es exagerado afirmar que estamos ante lo que la Laborem exercens calificaba como "catástrofe social". Esta «catástrofe» se agrava si tenemos en cuenta que el paro no es algo abstracto sino que tiene el nombre y los apellidos de incontables trabajadores, de sus esposas y de sus hijos.

Precisamente son estos nombres de personas y familias concretas los que reclaman de nosotros que actuemos con verdadera responsabilidad en todos los frentes. Para nosotros la gran pregunta es ésta: ¿qué nos pide Dios en este aquí y ahora?

La respuesta no es sencilla ni evidente, pues es preciso conocer a fondo todos los datos del problema y tener suficiente clarividencia para aplicar las soluciones pertinentes. Además, no hay una "solución católica», sino soluciones más o menos conformes con la doctrina social de la Iglesia. Sin embargo, no podemos renunciar a pensar y actuar. Sobre todo, ahora que se está fraguando una reforma laboral por parte del gobierno.

He aquí algunas cosas que me parece que están en nuestras manos.

En primer lugar, la dignidad de la persona humana del trabajador ha de estar presente en la reforma de modo expreso. Porque, a menudo, los expertos, los políticos y los mismos agentes sociales ponen por delante los resultados –que son importantes–, pero que no deben ser lo único importante. Por ejemplo, la indemnización por despido o el seguro por desempleo buscan habitualmente ofrecer ayuda al que ha perdido el puesto de trabajo. Lamentablemente, muchos sistemas de ayuda al desempleo crean una dependencia que no parece compatible con la dignidad de la persona; dignidad que, por tanto, debe estar muy presente en la reforma del seguro de paro, en las políticas activas de empleo o en los sistemas de formación de los parados.

Otro principio importante cristiano es el de la solidaridad. Primero, entre los agentes sociales; lo cual excluye la lucha de clases y, por tanto, algunos planteamientos entre sindicatos y patronales en la negociación colectiva. Y, segundo, entre los mismos trabajadores. Y aquí la reforma tiene mucho que decir sobre el trato a los emigrantes, la creación de oportunidades para discapacitados y la competencia con los trabajadores de países emergentes y, sobre todo, con la creación de oportunidades para los jóvenes.

La solidaridad está emparentada con el bien común, porque el marco legal e institucional del mercado de trabajo debe contribuir a la creación de las condiciones que permitan a las personas, a las familias y a las empresas conseguir mejor sus objetivos. Y esto, que puede parecer teórico, se concreta en propuestas de reforma específicas; por ejemplo: en la regulación del derecho a la huelga.

La subsidiariedad es otro principio clave. En el ámbito laboral implica la reconsideración de los niveles de negociación colectiva y aun del mismo papel de los sindicatos y patronales.

Junto a estos grandes principios de acción, podemos señalar otros más concretos y, quizás, más a nuestro alcance. Por ejemplo, debemos hacernos cercanos a los trabajadores sin trabajo que se cruzan en el camino de nuestra vida y comprender y compartir su situación. Así mismo, hemos de ofrecer todo nuestro apoyo para que los trabajadores que tienen un puesto de trabajo lo conserven dentro de las posibilidades que exige la justicia para todas las partes. En tercer lugar, habrá que reflexionar con objetividad y responsabilidad sobre las pequeñas y medianas empresas –que son las que más trabajadores emplean–, muchas de las cuales están pasándolo mal, con riesgo incluso de quiebra y cierre. En tales supuestos no sirve el "sálvese quien pueda", pues si el barco se hunde, naufragan todos los que van en él, no sólo los dueños.

Esto no puede suponer –y este es otro gran presupuesto de acción– que no haya que estar atentos a los abusos y chantajes que los empresarios pueden ejercer sobre los trabajadores. Apoyados en que hay muchos que están esperando el puesto que disfruta un trabajador y que al que está en paro y tiene detrás las necesidades de sus hijos se le puede coaccionar a que acepte trabajos y condiciones laborables claramente injustas.

4. Conclusión

Al término de estas palabras quisiera deciros tres cosas. La primera es ésta: contáis con todo mi apoyo para que sigáis trabajando en la pastoral obrera, guiados siempre por la doctrina social de la Iglesia. La segunda es que nunca perdáis de vista que no hay una única solución católica a los problemas, pues los principios de la doctrina social de la Iglesia se pueden aplicar de muy diversas formas. Lo que permanece siempre en pie e invariable es el respeto a la dignidad de la persona humana, y más en concreto del trabajador: intelectual, manual, por cuenta ajena o propia. Por último, os animo a que hagáis todo lo que esté en vuestras manos para ayudar a que las personas que tienen un puesto de trabajo lo conserven y las que están en paro puedan resolver cuanto antes esa dolorosa situación. Gracias.

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