Domingo 6º de Tiempo
Ordinario
- 12 febrero 2012 -
El Evangelio que hemos escuchado, Marcos
1,40-45, nos dice que, un leproso, se acercó a Jesús; y le dijo: Si quieres,
puedes limpiarme. Y Jesús, sintiendo lástima, extendió la mano, lo tocó, y le
dijo: Quiero, queda limpio. Y la lepra se le quitó inmediatamente, y quedó
limpio.
En aquel tiempo, los leprosos, no estaban en
el pueblo, o en la ciudad; la ley les prohibía que tuvieran contacto con
cualquier persona; vivían a las afueras, y nadie podía acercarse a ellos; y
ellos no podían arrimarse a nadie. Por otra parte, todo el mundo pensaba que,
si estaban leprosos, era porque había cometido algún delito oculto. Y, la lepra,
era como el castigo correspondiente al delito que habían hecho. El leproso era
un “maldito” de Dios y de la sociedad. Estaba condenado a vivir marginado y
despreciado por todos, en este mundo; y a sufrir eternamente en la otra vida.
Esta era la mentalidad de la gente en aquella sociedad. Y, el que tocaba a un
leproso, se convertía en un impuro, un “maldito”, parecido a él. Ni por amor, ni
por odio, nadie podía arrimarse a un leproso. Para la sociedad, un leproso, era
como un muerto.
Pero Jesús no pensaba así. Para Jesús, a
pesar de que se había criado en aquel ambiente, y formaba parte de aquella
sociedad, un leproso no era un “maldito”, ni la “basura” de la sociedad que
había que sacar fuera del pueblo. Para Jesús, un leproso, era una persona como
otra, que había que tratar como a todas las personas, o, un poco mejor, porque
estaba más necesitado. Jesús se acercaba a los leprosos y los tocaba, les daba
la mano (les daba su persona y su corazón), cosa que estaba prohibida; hacía
por ellos todo lo que podía, y, como podía curarlos, los curaba. Con esta forma
de actuar, tiraba por tierra, suprimía, de la forma más sencilla, toda aquella
mentalidad de discriminación y de marginación, que existía en aquel tiempo. Los
mismos gestos y forma de actuar tuvo, con personas de otras religiones, con
toda clase de enfermos, con los más pobres, con pecadores públicos, con las prostitutas,
y todas las personas que, la sociedad de aquel tiempo (y la de este), había
arrinconado (y se sigue arrinconando), y no las consideraba personas iguales a
todas y con todos los derechos. Para Jesús, todos y todas, somos iguales en
dignidad y en derechos, aunque seamos diferentes en cultura o ideas, en raza,
sexo, religión, edad, o en salud. Con su forma de actuar, hacía presente el
amor de Dios Padre.
Actualmente mucha gente le guarda una cierta
distancia (margina, considera menos, desprecia, o mira por encima del hombre) a
los enfermos de sida, o a los que son de otras religiones (que consideran
“peligrosas”), a los tocados/as de alzhéimer, síndrome de Down, inmigrantes,
gente sin estudios, gente de otras razas, u otras etnias…
Y también, los que son de un partido
político, consideran como “malos” (corruptos, mentirosos, injustos, incapaces,
y con malas intenciones) a los del partido contrario.
Jesús continúa dando la mano a todos, y de
una forma especial, a los que reconocen su lepra, a los que sienten la
necesidad de mejorar, de cambiar, de superarse. Pero con aquellos que creen que
no necesitan nada, Jesús no puede hacer nada con ellos.
Hemos venido hoy a que Jesús nos cure de
nuestra “lepra”. Lepras hay de muchas clases; y muchas peores que la lepra de
aquel que se encontró con Jesús (la depresión, los vicios, las manías, los
miedos, la ansiedad, los complejos, el negativismo, el egoísmo…) . Hemos venido
a la Iglesia a decirle a Jesús: “Si quieres, puedes Limpiarme”. Y, seguro, que
él, si se lo pedimos con fe, nos dirá: Quiero, queda limpio, o limpia.
Y también hemos venido a aprender a
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